ISSN: 2974-9999
Registrazione: 5 maggio 2023 n. 68 presso il Tribunale di Roma
Giustizia Insieme, in linea di continuità con precedenti interventi che hanno fotografato, a monte, le misure anti-Covid adottate in altri Paesi e, a valle, la risposta giudiziaria ai dubbi insorti circa la compatibilità delle restrizioni disposte dai decisori politici, pubblica il contributo di una studiosa spagnola che ha come focus la situazione iberica e le frizioni emerse, anche in quel Paese, fra autorità legislative e amministrative centrali, regionali e giudiziarie. L'autrice analizza i provvedimenti normativi e le prime decisioni giudiziarie che hanno, in alcun casi, ritenuto le restrizioni adottate lesive dei diritti fondamentale e delle ibertà delle persone.
Si tratta di uno spaccato particolarmente utile in chiave comparativa, se si considera che i problemi emersi in ambito nazionale a proposito delle forme e delle modalità dei controlli sulle misure adottate risulta in buona parte sovrapponibili a quelli emersi nella vicina Spagna, sollecitando ancora una volta l'attenzione dell'interprete sul tema del ruolo dei diritti fondasmentali e del loro bilanciamento con valori parimenti primari della società.
Il testo viene pubblicato in lingua originale per le evidenti assonanze con la lingua italiana ed è stato aggiornato con le misure adottate in Spagna fino al 2 Novembre 2020.
La crisi del Covid-19 in Spagna: tra la legislazione sanitaria e lo stato di allarme
di Patricia García Majado
Sommario: 1. Dallo stato di allarme iniziale alle misure restrittive dei diritti fondamentali di portata generale basata sulla legislazione sanitaria. 2. La ratifica giudiziaria delle misure sanitarie e delle discrepanze tra i tribunali. 3. Le conseguenze legali della confusione(o stato di incertezza).
LA CRISIS DEL COVID-19 EN ESPAÑA: ENTRE LA LEGISLACIÓN SANITARIA Y EL ESTADO DE ALARMA.
1.Del inicial estado de alarma a las medidas restrictivas de derechos fundamentales con alcance general en base a la legislación sanitaria.
La crisis sanitaria originada por la pandemia del Covid-19 ocasionó que, el 14 de marzo de 2020, se decretara el España el estado de alarma[1] (art.116.2 CE) previsto, entre otras cosas, para abordar “crisis sanitarias tales como epidemias” (art.4 Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio, LOEAES). El decreto inicial de su declaración, con vigencia de 15 días, fue sometido a seis prórrogas autorizadas por el Congreso de los Diputados[2] hasta expirar su vigencia, el estado de alarma, el 21 de junio de 2020. Durante el mismo se dictaron muy diversas medidas restrictivas de derechos fundamentales. La más conocida e intensa de todas ellas fue el confinamiento domiciliario, impuesto al amparo del art.11 a) LOEAES que permite “limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos” y articulado como una prohibición general de salida del domicilio salvo causas tasadas[3]. No obstante, la intensidad de las medidas impuestas no fue siempre la misma durante la vigencia del estado de alarma: se diseñaron fases de desescalada (0-3) que, a su vez, se aplicaron de forma diferenciada en diversas autonomías según la incidencia que la pandemia tuviera en cada una de ellas.
Después de que, durante meses, el debate político y académico hubiera girado sobre la pertinencia del estado de alarma o el de excepción o sobre la constitucionalidad de las medidas adoptadas al amparo del primero, las diversas medidas impuestas en el territorio nacional una vez finalizado aquél se han alejado de los estados de crisis del art.116 CE (derecho de excepción), residenciándose por entero en la legislación sanitaria ordinaria. Se han basado, fundamentalmente, en la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública (LOMESP) cuyo art.3 habilita a la autoridad sanitaria “a adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible”. En unos casos, las Comunidades Autónomas -que tienen la competencia en materia de Sanidad- han adoptado ellas mismas, unilateralmente, diversas medidas restrictivas de derechos fundamentales amparándose en la LOMESP, como por ejemplo la prohibición de reunirse más de un determinado número de personas en espacios públicos, la restricción horaria en establecimientos abiertos al público, la limitación de circulación en determinados territorios, etc.
En otros casos, y este es el escenario actual, la adopción de dichas medidas por parte de las autonomías es ejecución de una Orden Ministerial de Sanidad de actuaciones coordinadas[4] que, a propuesta del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud[5], estableció unos estándares mínimos de incidencia del coronavirus (casos por habitante, % de positividad en pruebas diagnósticas y tasa de ocupación de las camas en las UCIs) para que aquéllas que los cumplieran adoptasen las medidas que en ella se recogían. La más conocida e intensa de todas ellas es el llamado “cierre perimetral” (limitación de salida y entrada a ciertos territorios salvo causas muy justificadas). Dicha Orden no es, así pues, directamente vinculante para los ciudadanos, sino para todas las Comunidades Autónomas que son quienes deben imponer las medidas que en ella se recogen cuando en su territorio se den determinados índices de afectación sanitaria (art. 65 Ley 16/2003, de 28 de mayo de Cohesión y Calidad del Sistema Nacional de Salud, LCCSNS y art.151.2 a) 2 Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, LRJSP).
Así las cosas, las diversas Comunidades Autónomas que han cumplido con los índices de incidencia sanitaria especificados han ido dictando sus propias órdenes estableciendo, entre otras medidas, diversos cierres perimetrales de distintos territorios dentro de las autonomías, como es el caso de Madrid, Castilla y León, Galicia, Andalucía, Extremadura, Castilla-La Mancha, Navarra, Murcia, etc. En la actualidad, quince provincias de nueve Comunidades Autónomas tienen previstos cierres perimetrales de algunas partes de sus respectivos territorios. No obstante, han sido Navarra[6] y La Rioja[7] las primeras Comunidades Autónomas en imponer el cierre perimetral a nivel autonómico.
Ahora bien, lo relevante, en todo caso, es que el supuesto fundamento normativo habilitante para imponer esas diversas medidas de contención de la pandemia es, fundamentalmente, el ya referido art.3 LOMESP. Y aquí es, precisamente, donde radica el centro de la discusión académica y, como veremos, también judicial: en si dicho artículo habilita a la Administración a acordar medidas restrictivas de derechos fundamentales de forma generalizada. Bajo mi punto de vista, no lo hace. Dicha ley autoriza la imposición de medidas individualizadas o singulares pues no en vano habla de los enfermos y de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos. La medida del cierre perimetral, impuesta, por definición, de forma indiscriminada a todos los habitantes de un determinado ámbito territorial que, como tales, no tienen por qué estar enfermos ni tampoco haber mantenido contacto con éstos, no encaja demasiado bien en dicho precepto. Tampoco lo hacen, en suma, cualesquiera otras medidas restrictivas de derechos fundamentales dirigidas a una colectividad indeterminada de personas, como por ejemplo el comúnmente llamado “toque de queda” (limitación generalizada de circulación a partir de determinadas horas). El art.3 LOMESP exige una identificación singular de los afectados (contagiados o que hayan estado en contacto con éstos), no amparando aquellas medidas dirigidas a un grupo indiferenciado de personas o a una población entera. El ejemplo más claro de su correcta aplicación tal vez sea el confinamiento de las personas alojadas en un hotel en Tenerife, acordado ante la existencia de un brote de coronavirus en el mismo[8] y ratificado por el Juzgado de lo Contencioso-administrativo nº1 de Tenerife[9].
Podría entenderse, no obstante, que esas medidas de alcance general entran dentro del inciso final del precepto –“así como las [medidas] que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible”-. Sin embargo, resulta muy cuestionable imponer una medida restrictiva de derechos fundamentales en base a un precepto cuya indeterminación y vaguedad son posiblemente incompatibles con las exigencias constitucionales de certeza y previsibilidad que deben exigirse a un límite a los derechos fundamentales, tanto para garantizar el principio de seguridad jurídica como el propio contenido esencial del derecho en cuestión[10]. Dicho precepto es así pues merecedor de una reforma legislativa o bien del planteamiento de una cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional algo que, al menos hasta el momento, no ha sucedido. De lege data, por tanto, esos cierres perimetrales -como cualesquiera otras medidas restrictivas de derechos fundamentales de forma general o indeterminada- encuentran su hueco en el Derecho de excepción, concretamente en el estado de alarma que, entre otras cosas, permite “limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos” (art.11a LOEAES).
2.La ratificación judicial de las medidas sanitarias y las discrepancias entre Tribunales.
La medidas sanitarias restrictivas de derechos fundamentales adoptadas por la Administración “cuando sus destinatarios no estén identificados individualmente” deben ser objeto de ratificación judicial por la Audiencia Nacional o los correspondientes Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades Autónomas (TSJ), dependiendo si son de ámbito nacional o autonómico respectivamente, en un plazo máximo de tres días y sin contradicción procesal (arts.11.1 i y 10.1 8 Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa, LJCA). Hasta la reforma operada por la recentísima Ley 3/2020, de 18 de septiembre, de medidas procesales y organizativas para hacer frente al COVID-19 en el ámbito de la Administración de Justicia (Disposición Final 2º), que es la que añadió tales preceptos, solo se preveía que fuesen los Juzgados de lo Contencioso los que ratificasen las medidas limitativas de derechos fundamentales cuando estuviesen “plasmadas en actos administrativos singulares que afecten únicamente a uno o varios particulares concretos e identificados de manera individualizada” (art.8.6 LJCA).
Parece, por tanto, que las medidas que podía adoptar la autoridad sanitaria (fundadas en el art.3 LOMESP) y que debían ser objeto de ratificación judicial, eran exclusivamente las individualizadas. Justamente por eso tuvo que cambiarse la LJCA: para dar forzada cobertura a lo que la propia LOMESP no contemplaba. Mientras que dicha reforma se aduce actualmente como un argumento a favor de la posibilidad de adoptar medidas generales de restricción de derechos fundamentales en base a la LOMESP -pues si son objeto de ratificación se presupone su adopción- parece más bien lo contrario: una indeseable modificación encubierta de la norma sustantiva (LOMESP) para reconocer, implícitamente, que la misma ampara la imposición de medidas restrictivas indiscriminadas y generales que originariamente no contemplaba. Lógicamente, si esa fuera la pretensión, lo correcto hubiera sido -y sigue siendo, a mi juicio- modificar la propia LOMESP -que tiene, por cierto, rango de ley orgánica- para que en base a un precepto redactado de forma previsible y cierta pueda la autoridad sanitaria imponer, entre otras cosas, la medida del cierre perimetral.
Siendo éste, de todas formas, el panorama jurídico actual, lo cierto es que la gran mayoría de los TSJ han venido ratificando las medidas sanitarias impuestas en distintas autonomías -singularmente los cierres perimetrales- entendiendo que las órdenes de las respectivas consejerías (normas reglamentarias) que las imponen, encuentran su habilitación legal en el art.3 LOMESP[11]. Constatada dicha cobertura legal, la licitud de las medidas pivota sobre el principio de proporcionalidad (persecución de fin legítimo, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto). No obstante, aunque TSJ de Madrid fue el primero en no ratificar medidas sanitarias en su Auto 128/2020, de 8 de octubre, no lo hizo por cuestiones formales. De esta manera, el pionero en desmarcarse de esta línea judicial general ha sido el TSJ de Aragón en su Auto 89/2020, de 10 de octubre.
El primero de ellos no ratificó el cierre perimetral de Madrid al entender que la Orden de Consejería de Sanidad que lo imponía carecía de cobertura legal. Y ello por cuanto dicha Orden solo invocaba el art.65 LCCSNS, que es el que recoge los supuestos en los que cabe la posibilidad de establecer actuaciones coordinadas entre el Estado y las CC. AA en materia de salud, pero no los aspectos materiales de las eventuales medidas a adoptar, que se encuentran en la LOMESP (art.3), no citada en la Orden. El TSJ de Madrid entendió que las medidas impuestas, restrictivas de derechos fundamentales, carecían entonces de cobertura legal. Sin embargo, de su razonamiento parece deducirse que, si el art.3 LOMESP hubiera sido expresamente invocado, las medidas se hubieran ratificado; con lo que el TSJ de Madrid parece entender que la legislación sanitaria ordinaria ofrece cobertura legal a la imposición de medidas restrictivas de derechos fundamentales de alcance general. En efecto, eso es lo que sucedió algunas semanas atrás, cuando ese mismo Tribunal ratificó el confinamiento por barrios impuesto por la Comunidad Autónoma de Madrid[12]. Sin embargo, el TSJ de Aragón rechazó el cierre perimetral de una de sus poblaciones (Almunia de Doña Godina) al entender, justamente, que el art.3 LOMESP no ofrece cobertura legal para imponer medidas restrictivas de derechos fundamentales de manera general e indiscriminada -en la línea que aquí se sostiene- que es, en efecto, el mismo planteamiento que han adoptado posteriormente el TSJ del País Vasco (Auto 32/2020, de 21 de octubre) para rechazar la prohibición de reunión de más de seis personas en espacios públicos y privados o el TSJ de Castilla y León para no ratificar la restricción generalizada a la movilidad nocturna (Auto 273/2020, de 25 de octubre).
Esta situación, en fin, ha provocado que medidas impuestas en base al mismo fundamento jurídico (LOMESP) hayan sido objeto de ratificación por algunos Tribunales Superiores de Justicia pero no por otros, incrementándose así la inseguridad jurídica y el desconcierto de la propia ciudadanía. Esto ha propiciado que, según se ha anunciado, la Fiscalía vaya a recurrir en casación ante el Tribunal Supremo el aludido ATSJ de Madrid 128/2020 de 8 de octubre por el que no se ratificaba el cierre perimetral de la capital, con el objetivo de que unifique doctrina a este respecto y, por tanto, que declare si el art.3 LOMESP es o no ley habilitante para la adopción de medidas generalizadas de restricción de derechos fundamentales.
3.Las consecuencias jurídicas del desconcierto.
El rechazo de la ratificación de las medidas impuestas por los TSJ en Madrid y Aragón ha dado lugar, en un primer momento, a dos reacciones jurídicas diferentes. En el primer caso, a la declaración del estado de alarma en la Comunidad de Madrid[13], previéndose como una de las medidas del mismo el ya citado cierre perimetral que es, en vista del ordenamiento jurídico vigente, lo que debía haberse acordado desde el principio. En el segundo, ha conducido a su imposición vía decreto-ley. Cuando parecía que el escenario de confusión había tocado techo, se abre así una nueva posibilidad para imponer medidas restrictivas generalizadas de derechos fundamentales que ya no pasa ni por la declaración del estado de alarma ni por su adopción mediante normas reglamentarias autonómicas: su previsión en la legislación de urgencia.
El Gobierno de Aragón dictó, en un primer momento, un decreto-ley que aspira a actuar como norma de desarrollo (más taxativa) de la propia LOMESP al amparo de la cual la autoridad sanitaria, en este caso autonómica, pueda imponer medidas generalizadas de restricción de derechos fundamentales para la contención de la pandemia, entre ellas los cierres perimetrales, en base a determinados niveles de alerta[14]. Pero es que, a su vez, la adopción efectiva de las medidas previstas en ese decreto-ley se ha hecho a través de otro decreto-ley que, fundamentalmente, acuerda la imposición del cierre perimetral de las capitales de la región aragonesa (Zaragoza, Huesca y Teruel)[15].
La previsión de estas medidas en decretos-leyes (normas con rango de ley) evita su ratificación por parte de la jurisdicción contencioso-administrativa. Aquéllos solamente serían recurribles ante el Tribunal Constitucional, bien a través de un recurso o de una cuestión de inconstitucionalidad. Parece, no obstante, que el establecimiento de los cierres perimetrales y confinamientos a través de esta fuente (arts. 34 y ss.) contraviene uno de sus límites materiales: la afectación de derechos fundamentales (art.86 CE) en este caso, la libertad ambulatoria del art.19 CE. Más que una regulación de su ejercicio, el impedimento de entrada y salida de un determinado territorio de forma indiscriminada, no previsto por la propia LOMESP, constituye una afectación frontal y directa de la libertad de circulación del art.19 CE, algo vetado a la legislación de urgencia según la jurisprudencia constitucional al respecto. Es, más bien, materia propia de Ley Orgánica.
En definitiva, a la vista del ordenamiento jurídico vigente, parece que la imposición de medidas limitativas de derechos fundamentales con alcance general solo puede hacerse vía estado de alarma y no a través de la legislación sanitaria ordinaria. Otra cosa es que, en vista de esta experiencia, que seguro aún aguarda ciertas sorpresas, eso deba ser, de lege ferenda, necesariamente así. Piénsese, por ejemplo, que no parece demasiado razonable tener que recurrir casi de forma permanente al estado de alarma para enfrentar una situación sanitaria que, a la vista de los datos, apunta a ser mantenida en el tiempo (duración de años), adquiriendo un carácter más estructural que coyuntural y, por tanto, alejándose de la lógica del Derecho de excepción. Por otro, es cierto que tampoco parecer serlo tener que recurrir a ese instrumento para, por ejemplo, confinar zonas territoriales muy reducidas.
La pandemia, además de poner de manifiesto muchísimas debilidades sociales, también ha sacado a relucir las insuficiencias del marco normativo existente para abordarla. A este respecto, parece muy conveniente, entre otras cosas, la reforma de la propia LOMESP que data de 1986, momento en el que los desafíos sanitarios seguro no eran como los actuales ni quizás tampoco los estándares de certeza y taxatividad que se exigen a una ley limitativa de derechos fundamentales. Sería, por tanto, deseable que el legislador precisara con mayor concreción y claridad las medidas que puede adoptar la Administración en un contexto de crisis sanitaria como el actual, algo que a buen seguro reduciría la inseguridad jurídica y el desconcierto actualmente reinantes. Frente a la imperiosa necesidad de actualizar al marco normativo, en el lapso de ya casi ocho meses, en el Parlamento solo ha habido hueco, sin embargo, para la pasividad y la inacción.
Finalmente, el avance significativo de la pandemia en todo el territorio nacional y, seguramente, la imposibilidad de imponer determinadas medidas de contención en algunas Comunidades Autónomas -como se ha visto- ante la falta de ratificación de algunos TSJ ha conducido, el día 25 de octubre, a la declaración de un nuevo estado de alarma en todo el territorio nacional[16]. En él se establecen, fundamentalmente, cuatro medidas: restricciones a la movilidad nocturna entre las 23.00 y 6.00h (art.5), a la entrada y salida de las Comunidades Autónomas (art.6), salvo excepciones en ambos supuestos, limitación de permanencia de grupos de personas en espacios públicos y privados, con carácter general, a seis personas (art.7) y limitación del aforo en los lugares de culto (art.8).
Lo relevante del decreto es, no obstante, que configura a los Presidentes autonómicos como autoridades competentes delegadas (ex art.7 LOEAES), de forma que deben ser ellas, ante la evolución de los distintos índices epidemiológicos, las que dicten las órdenes, resoluciones y disposiciones que impongan las medidas que recoge el decreto en sus arts.6-8. Así, por ejemplo, ya algunas Comunidades Autónomas como Aragón[17], Asturias[18], País Vasco[19], Castilla-La Mancha[20], Andalucía[21], Murcia[22] o la Comunidad Valenciana[23] han procedido a cerrar perimetralmente sus autonomías en base a la habilitación contenida en el decreto del estado de alarma (art.7). Madrid lo ha hecho pero solo para dos fines de semana[24], algo que plantea problemas desde la previsión que estipula que las medidas deben durar, al menos, siete días naturales (art.9). La única medida que se impone directamente a todas las autonomías es la de la restricción de la movilidad nocturna (salvo Canarias ex art.9.2), aunque se les ofrece la posibilidad de adelantar o atrasar los márgenes horarios una hora[25]. El decreto por el que se declara el estado de alarma opera así como una norma habilitante que permite a las Comunidades Autónomas adoptar distintos tipos de medidas en atención a la gravedad de la epidemia en sus correspondientes territorios, de forma que lo que cambia respecto a la situación anterior no son tanto las medidas en sí mismas sino el instrumento jurídico que las ampara.
Eso, no obstante, tiene implicaciones jurídicas relevantes. La primera es que duchas medidas ya no precisan ratificación judicial (art.2.3), como sucedía cuando las mismas se imponían al amparo de la legislación sanitaria que es, en efecto, uno de los escollos que buscaba librarse, y que -según explicita el decreto- pueden imponerse sin seguir procedimiento administrativo alguno. La segunda, es que el control judicial que exista debe ser a posteriori: del recurso contra el decreto del estado de alarma conocerá el tribunal Constitucional y de aquéllos que se interpongan frente a las órdenes, resoluciones y disposiciones de las autonomías, presumiblemente, el Tribunal Supremo al entenderse que es como si se hubieran dictado por el órgano delegante (Gobierno). En tercer lugar, que las medidas contenidas en el decreto tienen una duración inicial de 15 días (hasta el 9 de noviembre). No obstante, el Congreso -que es quién debe hacerlo (art.116.2 CE y art.6.2 LOEAES) ya se ha pronunciado a favor de la prórroga por un periodo de seis meses (hasta el 9 de mayo), algo jurídicamente posible ante la ausencia de límites expresos a aquélla pero quizá políticamente poco conveniente teniendo en cuenta la necesidad de rendición de cuentas por parte del Gobierno durante la vigencia de los estados de crisis.
[1] Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19
[2] Véanse los Reales Decretos 476/2020, de 27 de marzo; 487/2020, de 10 de abril; 492/2020, de 24 de abril; 514/2020, de 8 de mayo; 537/2020, de 22 de mayo; y 555/2020, de 5 de junio.
[3] Su encaje en el precepto generó, no obstante, cierta polémica por entenderse que sobrepasaba sus límites. Los artículos 7,9, 10 y 11 del Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo fue recurrido por más de 50 diputados del grupo parlamentario Vox ante el Tribunal Constitucional, al ser una norma con rango de ley. Ha sido admitido a trámite por el Tribunal el de 6 de mayo de 2020, aunque aún está pendiente de resolución.
[4] Esta es la Orden comunicada del Ministro de Sanidad, de 30 de septiembre de 2020, mediante la que se aprueba la declaración de actuaciones coordinadas en salud pública para responder ante situaciones de especial riesgo por transmisión no controlada de infecciones causadas por el Sars-CoV-2, de 30 de septiembre. Dicha Orden Ministerial no ha sido, no obstante, publicada en el Boletín Oficial del Estado.
[5] Véase la Resolución de 30 de septiembre de 2020, de la Secretaría de Estado de Sanidad, por la que se da publicidad al Acuerdo del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud sobre la Declaración de Actuaciones Coordinadas en Salud Pública para responder ante situaciones de especial riesgo por transmisión no controlada de infecciones causadas por el SARS-Cov-2, de fecha 30 de septiembre de 2020.
[6] Orden Foral 57/2020, de 21 de octubre, de la Consejera de Salud, por la que se adoptan medidas específicas de prevención, de carácter extraordinario, para la Comunidad Foral de Navarra, como consecuencia de la evolución de la situación epidemiológica derivada del COVID-19.
[7] Resolución de 21 de octubre de 2020, de la Secretaría General Técnica de la Consejería de Salud y Portavocía del Gobierno, por la que se dispone la publicación del Acuerdo del Consejo de Gobierno de 21 de octubre de 2020, por el que se adoptan nuevas medidas sanitarias preventivas para la contención de la COVID-19 en el ámbito territorial de la Comunidad Autónoma de La Rioja.
[8] Orden 109/2020, de 27 de febrero, de la Consejera de Sanidad del Gobierno de Canarias.
[9] Auto 84/2020.
[10] Así lo ha puesto de relieve el Tribunal Constitucional desde sus primeras SSTC 11/1981, de 11 de abril (FJ 15º), 142/1993, de 22 de abril (FJ 4º) hasta las más recientes como, entre muchas otras, la STC 76/2019, de 22 de mayo (FJ 5º).
[11] Véanse, entre muchos otros, los AATSJ de Andalucía 92/2020, de 13 de octubre de 2020, 93/2020, de 2 de octubre; ATSJ de Galicia 104/2020, de 9 de octubre; los AATSJ de Castilla y León 72/2020, de 9 de octubre, 73/2020, de 15 de octubre, etc.
[12] Orden 1226/2020, de 25 de septiembre, de la Consejería de Sanidad, por la que se adoptan medidas específicas temporales y excepcionales por razón de salud pública para la contención del COVID-19 en núcleos de población correspondientes a determinadas zonas básicas de salud, como consecuencia de la evolución epidemiológica.
[13] Real Decreto 900/2020, de 9 de octubre, por el que se declara el estado de alarma para responder ante situaciones de especial riesgo por transmisión no controlada de infecciones causadas por el SARS-CoV-2
[14] Decreto-ley 7/2020, de 19 de octubre, del Gobierno de Aragón, por el que se establece el régimen jurídico de alerta sanitaria para el control de la pandemia COVID-19 en Aragón.
[15] Decreto-ley 8/2020, de 21 de octubre, del Gobierno de Aragón, por el que se modifican niveles de alerta y se declara el confinamiento de determinados ámbitos territoriales en la Comunidad Autónoma de Aragón.
[16] Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre, por el que se declara el estado de alarma para contener la propagación de infecciones causadas por el SARS-CoV-2.
[17] Decreto de 26 de octubre de 2020, del Presidente del Gobierno de Aragón, por el que se establecen medidas en el ámbito territorial de la Comunidad Autónoma de Aragón en el marco de lo establecido en el Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre, por el que se declara el estado de alarma para contener la propagación de infecciones causadas por el SARS-CoV-2.
[18] Decreto 27/2020, de 26 de octubre, del Presidente del Principado de Asturias, por el que se adoptan medidas para contener la propagación de infecciones causadas por el SArSCoV-2 en el marco del estado de alarma.
[19] Decreto 36/2020, de 26 de octubre, del Lehendakari, por el que se determinan medidas específicas de prevención, en el ámbito de la declaración del estado de alarma, como consecuencia de la evolución de la situación epidemiológica y para contener la propagación de infecciones causadas por el SARS-CoV-2.
[20] Decreto 66/2020, de 29 de octubre, del Presidente de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, como autoridad delegada dispuesta por el Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre, por el que se declara el estado de alarma para contener la propagación de infecciones causadas por la SARS-CoV-2, por el que se determinan medidas específicas en el ámbito del estado de alarma.
[21] Decreto del Presidente 8/2020, de 29 de octubre, por el que se establecen medidas en el ámbito de la Comunidad Autónoma de Andalucía en aplicación del Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre, por el que se declara el estado de alarma para contener la propagación de infecciones causadas por el SARS-COV-2.
[22] Decreto del Presidente 7/2020, de 29 de octubre, por el que se adoptan medidas de limitación de circulación de personas de carácter territorial, al amparo del Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre, por el que se declara el estado de alarma para contener la propagación de infecciones causadas por el SARS-CoV-2.
[23] Decreto 15/2020, de 30 de octubre, del President de la Generalitat, por el que se adoptan medidas temporales y excepcionales en la Comunitat Valenciana, como consecuencia de la situación de crisis sanitaria ocasionada por la Covid-19 y al amparo de la declaración del estado de alarma.
[24] Decreto 30/2020, de 29 de octubre, de la Presidenta de la Comunidad de Madrid, por el que se establecen medidas de limitación de entrada y salida en la Comunidad de Madrid, adoptadas para hacer frente a la COVID-19, en aplicación del Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre, del Consejo de Ministros, por el que se declara el estado de alarma para contener la propagación de infecciones causadas por el SARS-COV-2.
[25] Véase, por ejemplo, el Acuerdo 9/2020, de 25 de octubre, del Presidente de la Junta de Castilla y León, como autoridad competente delegada dispuesta por el Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre, por el que se declara el estado de alarma para contener la propagación de infecciones causadas por la SARS-CoV-2, por el que se determina la hora de comienzo de la limitación de la libertad de circulación de las personas en horario nocturno, que adelanta el inicio de las restricciones a las 22h; o el Decreto del Presidente 10/2020, de 25 de octubre, en aplicación del Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre, por el que se declara el estado de alarma para contener la propagación de infecciones causadas por el SARS-CoV-2, se establece la franja horaria nocturna en la que se limita la libertad de circulación de las personas en horario nocturno por las vías o espacios de uso público en la Comunidad Autónoma de Extremadura.
"Fratelli tutti" e la sfida della fraternità
di Giuseppe Savagnone
Sommario: 1. Processo all’enciclica «Fratelli tutti» - 2. Una enciclica “diversa” - 3. La rilevanza pubblica della - fraternità - 4. La guerra, le migrazioni e la proprietà - 5. Il problema della pena - 6. Una sfida al sistema in nome dell’umano.
1. Processo
all’enciclica «Fratelli tutti»
Che gli esseri umani, secondo il Vangelo, siano tutti fratelli, non è certo una novità. Questo spiega perché l’enciclica di papa Francesco «Fratelli tutti» sia apparsa a qualcuno una semplice riaffermazione di verità già note.
A mettere in discussione questa lettura è la reazione di una parte tutt’altro che irrilevante del mondo cattolico, per lo più legata alla destra politica, che in questo documento ha visto un’ulteriore prova dell’allontanamento dell’attuale pontefice dall’ortodossia.
La più lucida argomentazione di questa tesi è nell’articolo di Marcello Veneziani, su «La Verità» del 6 ottobre, intitolato «L’ideologia della fratellanza in Bergoglio». Secondo l’autore, infatti, «“Fratelli tutti” è il manifesto ideologico del bergoglismo. Non c’è più teologia ma ideologia, seppur impregnata di moralismo».
Ed ecco perché: «La fratellanza a cui allude Papa Francesco è il terzo principio della Rivoluzione Francese, dopo liberté ed égalité». Quella proposta dal Vangelo «è una fratellanza nel Padre. Bergoglio invece, compie un percorso inverso, partito da Cristo arriva alla religione dell’umanità. Bergoglio rimuove la figura del Padre, converte interamente alla storia e all’umanità la figura del Figlio e vota la Chiesa alla fratellanza universale (…). L’esperienza della vita ma anche della storia dimostra che ogni fratellanza priva di un Padre degenera in fratricidio o scema nella retorica: è stato il destino del giacobinismo come del comunismo (…). È il Padre a garantire l’unità dei fratelli prima che il reciproco riconoscimento».
Da qui la valutazione del significato dell’enciclica «L’ideologia di Bergoglio cerca un posto alla Chiesa postcristiana nella modernità laica in nome della fratellanza (…). E lui la riprende, inserendo la Chiesa dentro il mondo moderno, ateo e laicista, disceso dalla Rivoluzione francese».
2. Una enciclica “diversa”
Come si può vedere, non sono critiche banali. E in effetti, è indiscutibile che «Fratelli tutti», portando all’estremo una tendenza già presente nella «Laudato sì», segni un cambiamento importante nel concetto stesso di “enciclica”. Basta dire che, mentre tradizionalmente con questo termine si indicava una lettera del papa ai vescovi della Chiesa cattolica e, attraverso di loro, ai soli fedeli, questa di papa Francesco è rivolta a tutti gli uomini e le donne, credenti e non credenti, nella consapevolezza che, non potendo contare ormai sulla premessa della fede, il senso del messaggio è quello di un contributo alla riflessione comune. Lo spiega lo stesso Francesco, fin all’inizio dell’enciclica: «Pur avendola scritta a partire dalle mie convinzioni cristiane, che mi animano e mi nutrono, ho cercato di farlo in modo che la riflessione si apra al dialogo con tutte le persone di buona volontà» (n.6).
Da qui un cambiamento profondo nella struttura stessa del documento. Mentre le encicliche normalmente partivano dalla esposizione dei dati della fede già nella «Laudato si’» il primo capitolo è dedicato ai problemi della terra. Solo nel secondo capitolo entrava in gioco il discorso relativo alla Rivelazione. La motivazione fornita dal papa in quel documento deve essere tenuta presente anche per «Fratelli tutti»: «Le riflessioni teologiche o filosofiche sulla situazione dell’umanità e del mondo possono suonare come un messaggio ripetitivo e vuoto, se non si presentano nuovamente a partire da un confronto con il contesto attuale, in ciò che ha di inedito per la storia dell’umanità» (LS, n.17).
Nell’ultima enciclica addirittura il riferimento esplicito alla prospettiva religiosa e a quella più specificamente evangelica compare solo nell’ottavo capitolo, l’ultimo. E, alla luce di quanto si è detto, dovrebbe essere chiaro perché: Francesco ha voluto parlare a tutti, anche a quell’immenso numero di persone che non si riconoscono nella sua Chiesa. Perciò – «pur partendo dalle sue convinzioni cristiane» - ha scelto di usare il linguaggio dell’esperienza e della ragione, prendendo atto dei problemi drammatici che sono sotto gli occhi di credenti e non credenti e interpellando le coscienze non sui misteri divini, ma sulla dignità dell’umano.
In questo senso, paradossalmente Veneziani esprime abbastanza bene, anche se in forma negativa, l’intenzione fondamentale del papa: fare uscire la Chiesa e il suo annuncio del Vangelo dal ghetto in cui la cultura del mondo moderno li hanno da tempo relegati e puntare sui valori che questa stessa cultura ha accolto e celebrato, per evidenziare le loro radici cristiane e denunciare l’incoerenza della società attuale rispetto ad essi.
Certo, questo è in contrasto con il ricorrente appello ai pastori, da parte di esponenti della destra, di occuparsi esclusivamente della “salvezza delle anime”, restandosene ben chiusi fra le mura dei loro templi e non interferendo con le questioni sociali e politiche. Ma corrisponde alla missione evangelizzatrice della Chiesa, che non può ridursi alla dimensione devozionale e rituale.
3. La rilevanza pubblica della fraternità
Così, in questa enciclica, papa Francesco denuncia l’assenza della fraternità in una civiltà in cui, della triade di valori proclamati con la Rivoluzione francese, sono state valorizzate solo la libertà e l’uguaglianza, le quali, senza la dimensione fraterna, spesso sono degenerate (cfr. n.103).
La fraternità mette in primo piano, nella vita pubblica, l’amore. Che non è un vago sentimento, e neppure solo una virtù teologale – la carità - riservata ai credenti, bensì una «forza capace di suscitare nuove vie per affrontare i problemi del mondo d’oggi e per rinnovare profondamente dall’interno strutture, organizzazioni sociali, ordinamenti giuridici» (n.183, cit. da Pontificio Consiglio della Giustizia e della Pace, Compendio della dottrina sociale della Chiesa, 207).
Non si può ridurre l’amore alla sfera dell’emotività, privatizzandolo. Ma neppure celebrarlo nei termini di una carità cristiana concepita solo come solidarietà con chi soffre, dimenticando «quegli atti della carità che spingono a creare istituzioni più sane, ordinamenti più giusti, strutture più solidali (…) per modificare le condizioni sociali che provocano la sua sofferenza» (n.186).
Nei termini laici che Francesco ha scelto di usare, per farsi capire da tutti ed evidenziare la portata pienamente umana del suo discorso, l’amore fraterno deve esprimersi piuttosto nella politica.
Ma ciò può accadere solo se quest’ultima si emancipa dal dominio dell’economia e della finanza. Per questo, però, è importante il riferimento alla verità. Nella diversità di punti di vista che caratterizza la nostra società pluralista, «il relativismo non è la soluzione. Sotto il velo di una presunta tolleranza, finisce per favorire il fatto che i valori morali siano interpretati dai potenti secondo le convenienze del momento» (n.206).
Proprio la ricerca della verità, in un regime democratico, richiede uno stile dialogico nell’affrontare i problemi: «La discussione pubblica, se veramente dà spazio a tutti e non manipola né nasconde l’informazione, è uno stimolo costante che permette di raggiungere più adeguatamente la verità, o almeno di esprimerla meglio» (n.203). Sempre nella consapevolezza che «nessuno potrà possedere tutta la verità, né soddisfare la totalità dei propri desideri» (n.221).
4. La guerra, le migrazioni e la proprietà
A livello internazionale, la fraternità esclude che la soluzione dei problemi sia la guerra. Nell’enciclica si fa presente che lo sviluppo terrificante dei mezzi di distruzione ne ha reso i costi umani inaccettabili, quali che siano le sue motivazioni: «Oggi è molto difficile sostenere i criteri razionali maturati in altri secoli per parlare di una possibile “guerra giusta”. Mai più la guerra!» (n.258).
E si fa una proposta: le risorse che finora sono state impiegate per combattere i fratelli vengano piuttosto impiegate per aiutarli: «E con il denaro che si impiega nelle armi e in altre spese militari costituiamo un Fondo mondiale per eliminare finalmente la fame e per lo sviluppo dei Paesi più poveri, così che i loro abitanti non ricorrano a soluzioni violente o ingannevoli e non siano costretti ad abbandonare i loro Paesi per cercare una vita più dignitosa» (n.262).
Il tema delle migrazioni, come è noto, sta molto a cuore a Francesco. Su di esso la sua posizione è chiara: «L’ideale sarebbe evitare le migrazioni non necessarie e a tale scopo la strada è creare nei Paesi di origine la possibilità concreta di vivere e di crescere con dignità, così che si possano trovare lì le condizioni per il proprio sviluppo integrale. Ma, finché non ci sono seri progressi in questa direzione, è nostro dovere rispettare il diritto di ogni essere umano di trovare un luogo dove poter non solo soddisfare i suoi bisogni primari e quelli della sua famiglia, ma anche realizzarsi pienamente come persona» (n.129).
Non si può respingere chi chiede di essere accolto, come se si avesse un diritto esclusivo sul territorio che si abita. Citando Giovanni Paolo II (Centesimus annus, 31), Francesco sottolinea che «Dio ha dato la terra a tutto il genere umano, perché essa sostenti tutti i suoi membri, senza escludere né privilegiare nessuno» (n.120).
Questo si collega al fatto che «la tradizione cristiana non ha mai riconosciuto come assoluto o intoccabile il diritto alla proprietà privata, e ha messo in risalto la funzione sociale di qualunque forma di proprietà privata» (ivi). La proprietà, come i padri, i dottori e i papi della Chiesa hanno sempre insegnato, ha senso solo in funzione di una migliore destinazione dei beni della terra alla piena realizzazione di tutti. E questo vale anche per i profughi e per tutti coloro che cercano una vita migliore là dove è possibile trovarla (cfr. n.124)
5. Il problema della pena
L’amore fraterno, sempre aperto alla misericordia e al perdono, deve ispirare anche il diritto penale. Ma esso non deve essere scambiato per superficiale buonismo e non esclude la pena: «Siamo chiamati ad amare tutti, senza eccezioni, però amare un oppressore non significa consentire che continui ad essere tale (…). Al contrario, il modo buono di amarlo è cercare in vari modi di farlo smettere di opprimere, è togliergli quel potere che non sa usare e che lo deforma come essere umano. Perdonare non vuol dire permettere che continuino a calpestare la dignità propria e altrui, o lasciare che un criminale continui a delinquere» (n.241).
Più in generale, «il perdono non implica il dimenticare» (n.250). La giustizia non è il contrario dell’amore, anzi ne garantisce la serietà. Però non bisogna confonderla con la vendetta: «La giustizia la si ricerca in modo adeguato solo per amore della giustizia stessa, per rispetto delle vittime, per prevenire nuovi crimini e in ordine a tutelare il bene comune, non come un presunto sfogo della propria ira» (n.252).
Perciò, la fraternità, facendoci riconoscere «l’inalienabile dignità di ogni essere umano» (n.269), esclude che si possa punire qualcuno con la pena di morte: «Oggi affermiamo con chiarezza che “la pena di morte è inammissibile” e la Chiesa si impegna con determinazione a proporre che sia abolita in tutto il mondo» (n.263).
Ma una giustizia che nasce dal rispetto per la persona del colpevole non può neppure accettare le modalità disumane che a volte caratterizzano anche le pene detentive: «Tutti i cristiani e gli uomini di buona volontà sono dunque chiamati oggi a lottare non solo per l’abolizione della pena di morte, legale o illegale che sia, e in tutte le sue forme, ma anche al fine di migliorare le condizioni carcerarie, nel rispetto della dignità umana delle persone private della libertà» (n.268).
Da qui discende anche, nell’enciclica, il netto rifiuto della pena dell’ergastolo: «L’ergastolo è una pena di morte nascosta» (ivi).
Siamo davanti a riflessioni che trovano una consonanza con l’evoluzione del diritto attuale, quali la mediazione, la giustizia riparativa, la messa alla prova, in cui è chiara l’esigenza di far entrare la dimensione della fraternità nella sfera giuridica.
6. Una sfida al sistema in nome dell’umano
Così, proponendo al mondo d’oggi la fraternità in termini umani, papa Francesco traduce il Vangelo nel linguaggio degli uomini e delle donne del nostro tempo e lo mette nuovamente in rapporto con la storia, facendolo uscire dal recinto sacro in cui spesso è di fatto confinato (e in cui molti desiderano che resti).
Il pontefice non «rimuove la figura del Padre», come lo si è accusato di fare. Egli è consapevole che il fondamento ultimo del suo discorso va cercato nella trascendenza e lo dice chiaramente, nell’ultimo capitolo: «Come credenti pensiamo che, senza un’apertura al Padre di tutti, non ci possano essere ragioni solide e stabili per l’appello alla fraternità» (n.272). Ma questo non vanifica gli argomenti - validi anche per chi non condivide la motivazione religiosa - che egli, nei sette capitoli precedenti, ha sviluppato, sulla base dell’esperienza e dell’intelligenza umane - in cui pure, anche se oscuramente, Dio si manifesta.
Quel che è certo è che, in questa “traduzione” laica – che non è per ciò stesso «ideologia»! - , la verità del Vangelo si pone come una sfida al sistema globale della civiltà che abbiamo costruito e che l’enciclica contesta: non solo perché questo sistema è contrario alla legge divina, ma innanzi tutto perché viola la dignità umana.
Granital reloaded o di una «precisazione» nel solco della continuità*
di Corrado Caruso
Sommario: 1. Granital: in memoriam? - 2. Dualismo e asimmetria ordinamentale: la conferma dei presupposti di Granital - 3. Il contesto (e la sfida) della «precisazione»: l’integrazione attraverso i conflitti - 4. Dopo la sentenza n. 269 del 2017: la vis espansiva della «precisazione»… - 5. ...e i nodi da sciogliere: ordine delle pregiudiziali e disapplicazione successiva al rigetto della questione di costituzionalità.
1. Granital: in memoriam?
Vi è un’osservazione ricorrente nel dibattito sulla ormai nota «precisazione» della sent. n. 269 del 2017: la pronuncia – la prima di una serie – avrebbe ormai superato la regola enunciata nella sent. 170 del 1984 (COSENTINO 2020, TEGA 2020, per restare ai contributi più recenti), inaugurando un nuovo criterio di composizione dei contrasti tra diritto europeo e diritto nazionale.
Come noto, in base all’assetto disegnato dalla sentenza Granital, a fronte di un’antinomia tra norma sovranazionale ad effetto diretto e norma interna, il giudice comune avrebbe dovuto dare prevalenza al precetto europeo, con conseguente disapplicazione (rectius: non applicazione, come poco dopo specificherà il Giudice delle leggi nella sent. 168 del 1991) del diritto interno con esso contrastante. Tale meccanismo, che è andato affinandosi nel successivo prosieguo giurisprudenziale, ha sancito una triplice riserva di controllo alla Corte costituzionale: nei casi (a) di contrasto della legge interna con una norma europea non self-executing; (b) di controversie in via principale tra Stato e Regioni (in ragione della specifica finalità del giudizio in via di azione, che risponde a una esigenza di coerenza dell’ordinamento complessivo e di certezza nelle relazioni territoriali, CARUSO 2020, pp. 129 e ss.); (c) di attivazione dei controlimiti da opporre all’ingresso del diritto comunitario.
La sentenza n. 269 del 2017 avrebbe dunque posto le basi per un complessivo ripensamento di questo meccanismo o, quanto meno, per una rilevante eccezione (COSENTINO 2020) alla regola Granital, delineando un criterio particolare di risoluzione delle antinomie normative che coinvolgono le disposizioni della CDFUE. In virtù del noto obiter, la Corte costituzionale è chiamata a comporre il contrasto tra i diritti fondamentali previsti dalla Carta di Nizza e la legislazione nazionale, per la «impronta tipicamente costituzionale [dei] principi e i diritti enunciati nella Carta», i quali «intersecano in larga misura i principi e i diritti garantiti dalla Costituzione italiana (e dalle altre Costituzioni nazionali degli Stati membri). Sicché può darsi il caso che la violazione di un diritto della persona infranga, ad un tempo, sia le garanzie presidiate dalla Costituzione italiana, sia quelle codificate dalla Carta dei diritti dell’Unione (…)». Per tale ragione, «le violazioni dei diritti della persona postulano la necessità di un intervento erga omnes (…), anche in virtù del principio che situa il sindacato accentrato di costituzionalità delle leggi a fondamento dell’architettura costituzionale (art. 134 Cost.)» (sent n. 269 del 2017).
Non vi è dubbio che il menzionato obiter presenti carattere innovativo, tanto da disegnare un criterio generale di risoluzione dei conflitti da affiancare alle tecniche che tradizionalmente hanno accompagnato i rapporti tra ordinamento interno e diritto sovranazionale. Da simile innovazione, tuttavia, non è possibile rinvenire la causa del superamento di Granital, assecondando un approccio meramente esegetico alla giurisprudenza costituzionale. È necessario invece prendere atto del diverso contesto in cui le due pronunce si collocano per evidenziarne l’identità dei presupposti teorici, consistenti nella distinzione degli ordinamenti e nella natura derivata e tendenzialmente settoriale del sistema sovranazionale. La «precisazione» rappresenta l’effetto o (il «sintomo», secondo DANI 2020) dell’evoluzione dei rapporti tra diritto interno e ordinamento sovranazionale, situandosi in continuità con la sent. n. 170 del 1984. La Corte costituzionale recupera la matrice originaria per aggiornarne i contenuti, torna nel passato per cambiare il futuro o, quanto meno, per correggere le sorti del processo di integrazione. Granital reloaded, dunque, per parafrasare il titolo di una famosa pellicola: la «precisazione» riavvia il codice originale del sistema delle relazioni ordinamentali per evitarne l’implosione e riallacciare le fila del discorso sul federalizing process europeo (per questa metafora, riferita al metodo del diritto pubblico, CARUSO, CORTESE 2020, pp. 9 e ss., CARLONI 2020, pp. 214 e ss.).
Il sistema disegnato da Granital era piuttosto semplice o, quanto meno, sufficientemente stilizzato: l’egida dell’art. 11 Cost. consentiva, secondo la Corte, la delega di alcune competenze settoriali a un ordinamento «distint[o] ancorché coordinat[o]», volto alla creazione (prima) di una zona di libero scambio e (poi) di un mercato comune transnazionale; su tali competenze lo Stato avrebbe mantenuto la propria sovranità, trasferendo l’esercizio (sempre revocabile) di alcune funzioni e, di conseguenza, ammettendo l’ingresso degli atti comunitari secondo la forza e l’efficacia che l’ordinamento di origine attribuiva loro. Il rapporto di separazione ordinamentale era consentito (o meglio governato) dall’art. 11 Cost., principio fondamentale che, per un verso, imponeva alla legge nazionale di non interferire con la sfera occupata dall’atto comunitario e, per altro verso, richiedeva al giudice interno di non dare applicazione alla norma interna. Tale disapplicazione era pensabile per la particolare struttura formale della normativa sovranazionale, coincidente con i regolamenti comunitari, unica tipologia di atto abilitata, per esplicita dizione del trattato istitutivo (art. 189 TCEE), a produrre norme self-executing.
La Corte costituzionale accoglieva così l’approccio della Corte di Giustizia in Simmenthal[1], riproponendolo in un’ottica dualista puntellata da una serie di dati positivi (art. 11 Cost. e trattati istitutivi). In tale prospettiva, l’effetto diretto era una qualità assegnata ad un determinato tipo di fonte, così come la disapplicazione un criterio formale per sciogliere una puntuale contraddizione tra regole nei settori devoluti all’ordinamento comunitario (A. BARBERA 2017).
Simile assetto viene progressivamente alterato dalla successiva evoluzione ordinamentale, scandita da molteplici passaggi che scardinano la logica degli ordinamenti «distinti ancorché coordinati». La delega di funzioni approda a lidi inesplorati, coinvolgendo persino la moneta e le sue politiche, considerate, sin dalla fondazione dello Stato moderno, riflesso della sovranità statuale. La creativa giurisprudenza della Corte di giustizia, recepita dalla stessa Corte costituzionale, allarga il novero degli atti capaci di produrre norme ad effetto diretto: trattati, direttive, decisioni quadro e, persino, le stesse sentenze dei giudici di Lussemburgo, cui le Corti riconoscono, attraverso un processo di astrazione generalizzatrice del principio di diritto ivi enunciato, effetti che superano il disposto del singolo caso, assurgendo al rango di fonte del diritto. Le istituzioni sovranazionali (e, in particolare, la Commissione, nel suo ruolo di “motore dell’integrazione”) modificano progressivamente le tecniche redazionali degli atti formalmente sprovvisti di efficacia diretta, non più volte all’indicazione di obiettivi ma dotate di prescrizioni minute e dettagliate; lo stesso effetto diretto va incontro a una metamorfosi funzionale, sino a divenire strumento di origine pretoria che, in assenza di stabili ed intellegibili test giudiziali (GALLO 2018, pp. 177 e ss., REPETTO 2019, p. 3), assicura il primato del diritto dell’Unione (BARTOLONI 2018) a prescindere dallo struttura normativa della disposizione (come emerge plasticamente dalla interpretazione dell’art. 325 TFUE offerta dalla prima decisione della Corte di Giustizia nel caso Taricco[2], DI FEDERICO 2018, pp. 3 e ss.).
Persino la Carta di Nizza conosce una paradossale eterogenesi dei fini: pensata, nell’ambito del processo di costituzionalizzazione dei trattati, quale codificazione dell’ordine valoriale europeo a garanzia degli individui nei confronti (anche e soprattutto) delle istituzioni europee (TRUCCO 2013, pp. 36 e ss.), la sua incorporazione nel TUE l’ha resa una leva archimedea nei confronti delle competenze degli Stati membri (M. BARBERA 2014, p. 387), trovando applicazione nei confronti del diritto nazionale entrato nella sfera di influenza o nel «cono d’ombra» (CARTABIA 2001, p. 389) dell’ordinamento sovranazionale. L’interpretazione estensiva dell’art. 51 CDFUE, frutto del fecondo dialogo tra Corte di giustizia e giudici comuni, ha generato una pressione sul principio di attribuzione, arrivando al limite di quanto consentito dalla lettera dei trattati (MORRONE, CARUSO 2017, p. 402). Rinvio pregiudiziale (interpretativo) e disapplicazione hanno consentito ai giudici comuni di muoversi quali agenti decentrati della Corte di giustizia (CONTI 2019 scrive di un progressivo «innamoramento» della coppia giudice comune-CGUE), organo che ha smesso i panni del custode delle competenze dell’Unione per assumere il ruolo di istituzione federatrice dell’ordinamento sovranazionale (si pensi non solo al noto caso Åkerberg Fransson[3], ma a tutte le pronunce che, tramite il richiamo alla CDFUE o ai suoi contenuti, hanno riconosciuto effetti orizzontali alle direttive come Mangold[4], pure precedente all’entrata in vigore della Carta, Kücükdeveci[5], Bauer[6], Max Planck[7], tutte analizzate da ROSSI 2019).
2. Dualismo e asimmetria ordinamentale: la conferma dei presupposti di Granital
L’evoluzione dell’integrazione ha portato quindi all’emersione di una duplice dinamica: a livello interno, si è assistito all’ampliamento del potere di disapplicazione del giudice comune, tendenza che ha indotto autorevole dottrina a proporre una innovativa classificazione del nostro sistema di giustizia costituzionale, non più misto (accentrato ad accesso diffuso) ma duale, contraddistinto cioè dalla simultanea convivenza del sistema accentrato accanto a un controllo diffuso di compatibilità sovranazionale rispetto al diritto self-executing (ROMBOLI 2014, p. 31).
A livello esterno, l’integrazione trough law, funzionale all’unificazione e alla regolazione unitaria del mercato perfettamente sovrapponibile alla logica del «distinti ancorché coordinati» di Granital, è stata progressivamente affiancata dalla «integrazione attraverso i diritti», che vede nei diritti fondamentali i vettori di una rinnovata supremazia del diritto sovranazionale sugli ordinamenti interni.
La sentenza n. 269 del 2017 interviene, dunque, su simili dinamiche: agisce sul potere di disapplicazione dei giudici, relegandolo «al termine del giudizio incidentale di legittimità costituzionale», ove «la disposizione legislativa nazionale in questione che abbia superato il vaglio di costituzionalità» sia, «per altri profili, (…) contraria al diritto dell’Unione»; incide, a livello esterno, sull’ordine delle pregiudizialità, arrestando, quanto meno indirettamente, il processo di attrazione dei diritti fondamentali nell’orbita interpretativa della Corte di giustizia. I giudici di Lussemburgo, pertanto, sono chiamati in causa dal giudice comune solo ove, all’esito del giudizio di costituzionalità, la norma interna non sia stata eliminata dall’ordinamento con effetti erga omnes. Peraltro, come dimostra la prassi successiva alla sent. n. 269 del 2017[8], alla resecazione del ruolo del giudice comune corrisponde una rinnovata dimestichezza del Giudice delle leggi nel servirsi del rinvio pregiudiziale (AMALFITANO 2020, p. 278). La Corte costituzionale tende a farsi interlocutore privilegiato della Corte di giustizia affermando una rinnovata centralità nelle questioni che definiscono l’«identità costituzionale» dell’ordinamento interno[9] senza cadere in quel «monismo costituzionale rovesciato», pure paventato in dottrina (REPETTO 2017, p. 2960). In effetti, la rentreé della Corte costituzionale contribuisce a rendere i diritti fondamentali «norm[e] di equilibrio», capaci «di segnare i limiti (…) dell’azione, normativa e giurisdizionale, delle istituzioni [sovranazionali] senza minare l’impianto costituzionale dell’ordinamento Ue», evitando altresì «indebit[e] attivazioni[i] dei controlimiti» (così, sulla clausola dell’identità nazionale, DI FEDERICO 2018, p. 334). In effetti, il più ampio coinvolgimento della Corte costituzionale nel dialogo con la Corte di giustizia (non solo attraverso rinvii interpretativi ma anche tramite pregiudiziali di validità[10]) comporta una proiezione della Costituzione nello spazio giuridico europeo, contaminato dalle pratiche interpretative e dall’inveramento istituzionale dei diritti a livello interno. Il processo di colonizzazione sovranazionale (CARTABIA 2007, pp. 57 e ss.) condotto dalla Corte di giustizia viene frenato attraverso una strategia promozionale altamente cooperativa, capace di disinnescare la logica difensiva dei controlimiti, evocabili solo a fronte di una situazione eccezionale di tensione per i valori fondamentali dell’ordine interno. Viene così scongiurato il pericolo legato a un ricorso disinvolto a tale categoria che, se elevato a sistema, sarebbe esiziale per il progetto europeo, traducendosi potenzialmente in una serie di riserve di origine pretoria apposte sulla legge di esecuzione dei trattati.
Si spiega così il riferimento, contenuto nella «precisazione», alle tradizioni costituzionali comuni, quale complesso dei fini e dei valori che contraddistinguono le diverse comunità politiche nazionali in una prospettiva evolutiva: «[i]l diritto come tradizione indica un corpo normativo, che come ogni organismo vivente cresce e si trasforma, mantenendo la propria identità, mentre le singole parti di cui è composto sono soggette a un incessante processo di trasformazione e di cambiamento, di decadenza e di rinnovamento» (CARTABIA 2017, p. 16). In questa prospettiva evolutiva gioca un ruolo fondamentale anche il diritto sovranazionale, che influenza i singoli ordinamenti nazionali nel nome di un comune acquis di valori e principi. In tal senso, è senz’altro condivisibile l’idea secondo cui «[n]essuna Corte costituzionale può (…) riservarsi il potere di interpretare la Carta unilateralmente, in armonia con le proprie tradizioni costituzionali, perché è solo nel dialogo con la Corte di Giustizia che i valori di una Costituzione possono assurgere a tradizioni costituzionali comuni» (ROSSI 2018, p. 6). É necessario però evitare uno slittamento monistico del diritto sovranazionale, assecondando il potere della Corte di giustizia nella selezione unilaterale di valori e principi meritevoli di entrare nel patrimonio costituzionale condiviso. L’identità nazionale, che l’Unione europea si impegna a rispettare ai sensi dell’art. 4.2 TUE, riconosce alle istituzioni interne, e, in particolare, alle corti di ultima istanza (obbligate, non a caso, al rinvio pregiudiziale ai sensi dell’art. 267 TFUE), il compito di individuare ed esternare, nel confronto con i giudici di Lussemburgo, il codice genetico del proprio ordinamento, condizione necessaria (ma non sufficiente) a determinare le comuni tradizioni costituzionali.
La sentenza n. 269 del 2017 prova a interrompere l’usucapione (GUAZZAROTTI 2018, pp. 194 e ss.) dei diritti fondamentali da parte di un ordinamento derivato che, proprio tramite la valorizzazione di norme ad alta vocazione assiologica, tenta di legittimare sé stesso attribuendosi una competenza generale alternativa o, meglio, sostituiva di quella degli Stati membri.
Simile strategia non si pone al di fuori di Granital, ma anzi ne riafferma, aggiornandolo, il presupposto ordinamentale, e cioè l’assetto duale e asimmetrico di ordinamenti distinti collocati su posizioni diverse ancorché reciprocamente connesse: da un lato, l’ordinamento nazionale titolare del potere di decidere sulla estensione delle competenze attribuite di un sistema di indole settoriale, derivato e deterritorializzato (SCACCIA 2017, pp. 53 e ss.); dall’altro, il diritto sovranazionale che influenza e contamina l’ordinamento generale spazialmente situato, prescrivendo comportamenti e orientando, nei settori che intersecano l’ordinamento generale, scelte e preferenze di attori istituzionali e corpo sociale.
La prospettiva duale e asimmetrica è in fondo l’unica coerente con l’art. 11 Cost., che ammette limitazioni e non «cessioni» della sovranità posta dalla Costituzione (BIN 2019, p. 770). Tale disposizione «fissa condizioni precise perché si possa decidere di limitare la sovranità, imponendo «alle nostre istituzioni costituzionali di mantenere il controllo sul modo in cui funzionano (la parità) e operano (i fini) le istituzioni europee» (BIN, ibidem). Non è dunque assimilabile la dinamica dell’integrazione sovranazionale – il processo di integrazione – alla nascita di un ordinamento unitario, al prodotto di un’azione unificante –, quasi sia possibile isolare una «entità unitaria eterarchica» emersa dal federalizing process europeo (così invece MORRONE 2018, p. 4). Trarre dai rapporti inter-ordinamentali una sintesi della «produzione di norme derivanti dai fatti fondamentali» (MORRONE, ibidem) eleverebbe i mutamenti costituzionali – pure intervenuti a seguito dell’appartenenza all’Unione – a elementi fondativi di un nuovo ordinamento al di fuori della Costituzione repubblicana.
3. Il contesto (e la sfida) della «precisazione»: l’integrazione attraverso i conflitti
In un quadro di relazioni intrattenute da soggetti distinti ma altamente integrati, che perseguono fini diversi ma che pure inevitabilmente si intersecano, la prospettiva non è data dall’unità, e quindi dalla nascita e dal mantenimento di un soggetto politico unitario ma è, invece, quella del sistema a rete che si sviluppa attraverso conflitti di sistemi istituzionali portatori di specifiche identità. Poiché anche l’ordinamento sovranazionale si è dotato di una Carta dei diritti e, più in generale, di un lessico costituzionale, in un contesto duale e adespota che non conosce la decisione fondamentale sull’unità politica, le divergenze interpretative e i conflitti giurisdizionali diventano la regola delle relazioni tra ordinamenti (MARTINICO 2020). Simile evoluzione richiede di aggiornare gli strumenti per interpretare il processo di integrazione europea: la metafora del dialogo tra le corti o della tutela multilivello dei diritti cede il passo alla iconografia del conflitto, «categoria operativa, non materialmente neutra» (MEDICO 2020) che rimanda a una relazione mutualmente costitutiva tra ordinamenti. É in questo quadro che deve essere declinato il principio di leale collaborazione, evocato dalla «precisazione» della Corte costituzionale e dalla Corte di giustizia nelle sentenze Melki e Abdeli[11] e A contro B e altri[12]: per evitare, infatti, che il principio di lealtà si traduca in un concetto vuoto che nasconde la pretesa egemonica di una giurisdizione (e di un ordinamento) sull’altra, è necessario un atteggiamento di judicial modesty, una generale consapevolezza circa l’estensione dei propri poteri, le finalità dei rispettivi ordinamenti, l’ineluttabilità delle reciproche interferenze.
La logica dei diritti fondamentali, infatti, «non è univoca ma risente delle diverse ragioni ordinamentali in cui si colloca», subendo «una torsione in relazione al contesto in cui si inserisce» (MEDICO, ibidem). Nell’ordinamento sovranazionale, ad esempio, i diritti non sono ciò che vale in sé, non incarnano valori-fine ma valori-mezzo: la loro tutela è strumentale a garantire e ad estendere (magari surrettiziamente) le funzioni attribuite al sistema sovranazionale, in costante dialettica con gli ordinamenti nazionali. Non a caso, come insegna la giurisprudenza della Corte di giustizia sulle misure di austerity, di fronte alla rigida separazione tra governo della moneta e coordinamento delle politiche economiche, quando cioè le competenze sovranazionali si appannano ed emergono strumenti irriducibili agli ordinari meccanismi di produzione normativa, la Carta dei diritti si ritrae, lasciando alle Corti costituzionali (e agli ordinamenti nazionali) la tutela del contenuto essenziale delle situazioni individuali (CASOLARI 2020, CARUSO 2018, pp. 111 e ss.).
L’identità dell’oggetto di tutela della Costituzione e della Carta dei diritti fondamentali (VIGANÒ 2019, p. 493) non implica una automatica coincidenza dei fini delle garanzie predisposte dai rispettivi ordinamenti. Nel sistema sovranazionale, l’individuo emerge tradizionalmente come fattore di produzione (in primo luogo, con le quattro libertà fondamentali), funzionalizzato agli obiettivi mercantilistici della costruzione europea. Nonostante talune situazioni soggettive abbiano progressivamente svolto, in alcuni ambiti, una funzione promozionale (si pensi, ad esempio, ai diritti antidiscriminatori nei rapporti di lavoro o alle prerogative connesse alla cittadinanza europea, M. BARBERA 2014, p. 391) i diritti dell’individuo sono fortemente embricati con la vis espansiva del diritto UE. In un simile contesto, l’Unione europea, che agisce essenzialmente come soggetto regolatore (MAJONE 1994), riversa sugli Stati membri il compito di correggere le esternalità negative che derivano dal mercato comune, richiedendo la correzione delle politiche sociali o la parità di trattamento sul mercato del lavoro a prescindere dalle peculiarità delle singole realtà nazionali.
Nell’ordinamento interno, invece, ad essere tutelato è l’homo politicus nel senso etimologico del termine, la persona nei rapporti concreti e nelle sue diverse proiezioni sociali (il cittadino; il lavoratore; la donna lavoratrice; la madre; il figlio; lo studente, etc.). Proprio la contestualizzazione della persona nella vita comunitaria richiede l’adempimento di specifici doveri di solidarietà o la concretizzazione di interessi pubblici da positivizzare attraverso la mediazione democratica del legislatore. I diritti garantiti dalle Costituzioni nazionali non implicano, dunque, un automatico inveramento o una meccanica applicazione, perché la loro realizzazione è aperta a plurime possibilità di bilanciamento reciproco e di ponderazione con altri interessi, in coerenza con l’indeterminatezza dei fini che caratterizza la politicità dello Stato costituzionale. Per tali ragioni il sistema costituzionale interno richiede di riportare il controllo di costituzionalità al centro della garanzia dei diritti, limitando gli elementi di diffusione amplificati dal diritto europeo. È, infatti, la particolare essenza dei diritti costituzionali che contribuisce a conferire al sindacato accentrato il rango di principio organizzativo fondamentale (principio supremo, nelle parole di CARDONE 2020, pp. 34 e ss): la tutela delle situazioni soggettive non può essere ridotta al frammento di valore sprigionato dal caso concreto – magari in funzione dell’egemonia dell’ordinamento sovranazionale sul diritto interno – ma è il risultato, storicamente situato, di un processo di unificazione politica legittimato dalla Costituzione (BABRERA 2017, p. 19). In tale dinamica, un ruolo fondamentale viene svolto dalle istituzioni democraticamente legittimate, chiamate a mediare tra le plurime istanze di riconoscimento emergenti nella società. La legge rappresenta la codificazione normativa di una sistemazione di interessi (soggettivi ed oggettivi, privati ma anche pubblici), ed è sulla pretesa incostituzionalità di tale assetto – anche alla luce del diritto europeo – che è chiamata a pronunciarsi la Corte costituzionale.
Per tali ragioni, il concetto del massimo standard di tutela desumibile dall’artt. 53 CDFUE, a tenore del quale «[n]essuna disposizione della presente Carta deve essere interpretata come limitativa o lesiva dei diritti dell’uomo e delle libertà fondamentali riconosciuti, nel rispettivo ambito di applicazione, dal diritto dell’Unione, […] e dalle costituzioni degli Stati membri» non coincide con il concetto di «massima espansione delle garanzie» enucleato dalla Corte costituzionale a partire dalla sent. n. 309 del 2011, che «richiede il più ampio livello di tutela riferito (…) non già al singolo diritto, interesse o principio costituzionale singolarmente individuato, bensì all’insieme delle garanzie, derivante da una lettura sistematica, non frammentata di tutti i beni costituzionalmente rilevanti» (CARTABIA 2017, p. 14). La «massima espansione delle garanzie» rimanda perciò al ragionevole equilibrio del sistema normativo nel suo complesso (CARUSO 2018b, p. 1999), nel cui ambito trovano adeguata composizione le pretese uti singulus del cittadino e gli altri interessi che consentono l’esistenza stessa di una comunità politica edificata attorno e in vista della realizzazione dei valori costituzionali. Nell’ordinamento costituzionale i diritti sono a «somma zero», nel senso che «ogni progresso nella tutela di un diritto trova un suo contrappeso, provoca cioè la regressione della tutela di un altro diritto o di un altro interesse» (BIN 2018, p. 172). Tale assunto viene smentito nello spazio sovranazionale, ove l’esito del conflitto è tendenzialmente predeterminato e a “somma positiva”, favorevole al diritto fondamentale tutte le volte in cui sia necessario ribadire le finalità settoriali dell’ordine giuridico europeo o le sue tendenze espansive di fronte agli ordinamenti nazionali.
4. Dopo la sentenza n. 269 del 2017: la vis espansiva della «precisazione»…
Con la «precisazione», la Corte costituzionale ha abbandonato un criterio meramente formale di risoluzione delle antinomie, fondato sulla struttura normativa del precetto europeo, per accogliere un criterio sostanziale di compatibilità assiologica (RUGGERI 2017, p. 5). Non deve sorprendere, allora, il passo ulteriore compiuto dalla sentenza n. 20 del 2019, che ha ritenuto illegittimo l’obbligo di pubblicazione, gravante sul dirigente pubblico, dei dati reddituali del coniuge e dei parenti (entro il secondo grado) per violazione del principio di eguaglianza/ragionevolezza e di proporzionalità, riletti alla luce della protezione sovranazionale accordata al diritto alla privacy. In questo caso, venivano in considerazione gli articoli della CDFUE «in singolare connessione» con la normativa derivata (la direttiva 95/46/CE e il regolamento (UE) 2016/679, entrato in vigore in un momento successivo ai fatti di causa ma pure evocato dal rimettente). Tale pronuncia approfondisce le conseguenze della «precisazione» e ne affina i presupposti: l’attrazione al giudizio costituzionale non dipende dal rango formale della fonte, o dalla struttura della disposizione sovranazionale, ma dal contenuto materiale del parametro e dal tono costituzionale della questione. La normativa europea amplifica la forza gravitazionale dei principi e dei diritti fondamentali tutelati dalla Costituzione, generando una «gerarchia di contenuti» (SCACCIA 2020 sulla scorta dell’antico adagio di CRISAFULLI 1965, pp. 204 e ss.) che guida l’interprete nella risoluzione delle antinomie normative a prescindere dal tipo di atto sovranazionale in questione (per una diversa lettura della sent. n. 20 del 2019, GUASTAFERRO 2020).
La cognizione della Corte costituzionale entra in gioco, dunque, tutte le volte in cui vi sia un diritto fondamentale «a doppia tutela» (LEONE 2020), garantito dalla Costituzione e dalla Carta dei diritti o da altra disposizione dell’Unione europea dall’analogo contenuto. La sentenza n. 19 del 2020 ha posto un ulteriore tassello in questo mosaico, confermando il radicamento del giudizio di costituzionalità in un caso coinvolgente la libertà di impresa ex art. 16 CDFUE e, soprattutto, la libertà di stabilimento di cui all’art. 49 TFUE, annoverata, per granitica giurisprudenza della Corte di giustizia, tra le norme ad effetto diretto. Ad avviso del Giudice delle leggi, «qualora sia lo stesso giudice comune, nell’ambito di un incidente di costituzionalità, a richiamare, come norme interposte, disposizioni dell’Unione europea attinenti, nella sostanza, ai medesimi diritti tutelati da parametri interni», è necessario «fornire una risposta a tale questione con gli strumenti» propri del giudizio di costituzionalità, «tra i quali si annovera anche la dichiarazione di illegittimità costituzionale della disposizione ritenuta in contrasto con la Carta (e pertanto con gli artt. 11 e 117, primo comma, Cost.), con conseguente eliminazione dall’ordinamento, con effetti erga omnes, di tale disposizione»[13].
Le pronunce appena citate aggiornano il breviario del giudice comune nella sua opera di risoluzione delle antinomie tra normativa europea e disciplina interna. Egli, infatti, dovrà rivolgersi alla Corte costituzionale qualora il precetto interno contrasti con una norma europea (a) non direttamente efficace o (b) self-executing ma relativa a diritti fondamentali «a doppia tutela». Infine, e in estrema ipotesi (c), la questione sarà attratta alla giurisdizione costituzionale qualora la legge di esecuzione dei trattatati consenta l’ingresso di una normativa sovranazionale lesiva dei controlimiti, e cioè dei principi fondamentali che conferiscono identità all’ordinamento costituzionale.
5. ...e i nodi da sciogliere: ordine delle pregiudiziali e disapplicazione successiva al rigetto della questione di costituzionalità
Rimangono, rispetto alla novità sub b), alcuni punti da chiarire, concernenti l’ordine delle questioni pregiudiziali (costituzionale e sovranazionale) e i margini di azione del giudice a quo nell’ipotesi di un rigetto della questione.
Quanto al primo profilo, il modello prefigurato dalla sent. n. 269 del 2017 ha assegnato la priorità al giudizio costituzionale. I contorni di simile precedenza sono stati però sfumati dapprima dal riferimento, contenuto nella sentenza n. 20 del 2019, alla «“prima parola” che [la] Corte, per volontà esplicita del giudice a quo, si accinge a pronunciare» (corsivo aggiunto), poi dal richiamo, nelle successive decisioni, al «potere del giudice comune di procedere egli stesso al rinvio pregiudiziale alla Corte di giustizia UE, anche dopo il giudizio incidentale di legittimità costituzionale» (sent. n. 63 del 2019, ma nello stesso senso ord. n. 117 del 2019).
Taluni indici positivi rinvenibili nell’ordinamento aiutano tuttavia a sistematizzare queste oscillazioni pretorie: l’art. 23 della legge n. 87 del 1953 imposta la rimessione della questione di costituzionalità nei termini di un obbligo giuridico gravante sul giudice comune («l’autorità giurisdizionale (…) emette ordinanza (…)»); l’art. 267 TFUE prefigura, di contro, la pregiudizialità sovranazionale quale facoltà del giudice nazionale («l’organo giurisdizionale può (…) domandare alla Corte di pronunciarsi sulla questione»). Il rinvio pregiudiziale ha però natura ancipite, tramutandosi in obbligo nel caso in cui provenga dall’autorità giurisdizionale «avverso le cui decisioni non possa proporsi un ricorso giurisdizionale di diritto interno». Sembra prefigurarsi dunque una diversa relazione di precedenza a seconda che la pregiudizialità si presenti davanti alle corti inferiori o al giudice di ultima istanza. Le prime sono tenute a dare priorità alla pregiudiziale costituzionale: nel caso ciò non avvenga, e qualora dall’inversione dell’ordine delle pregiudiziali derivino conseguenze giuridicamente rilevanti per la controversia principale, il provvedimento che chiude il giudizio potrebbe risultare affetto da un vizio in procedendo sindacabile in sede di legittimità[14].
Il giudice di ultima istanza è invece soggetto a un duplice obbligo, derivante dal combinato disposto dell’art. 23 della legge n. 87 del 1953 e dall’art. 267 TFUE. In queste ipotesi, può prospettarsi un triplice scenario: rinvio alla Corte di giustizia e, solo a seguito della sua risposta, eventuale rimessione alla Corte costituzionale; simultanea prospettazione della questione di legittimità costituzionale e della pregiudiziale sovranazionale; rimessione prioritaria della questione di costituzionalità, subordinando il rinvio ai giudici di Lussemburgo all’esito della questione di costituzionalità.
Di fronte al giudice di ultima istanza, dunque, pare prospettarsi un concorso “libero” di questioni pregiudiziali, consentendo, almeno in astratto, all’autorità giurisdizionale di scegliere la via da percorrere sulla base delle policies di volta in volta seguite dal collegio. A uno sguardo più attento, tuttavia, il concorso libero di pregiudiziali è più apparente che reale: e questo non tanto per il preteso carattere vincolante dell’obiter dictum (pur problematicamente, MASSA 2019, p. 20) – al quale non potrebbe essere riconosciuta alcuna doverosità formale, stante la diversità dei circuiti in cui Corte costituzionale e giudici comuni si trovano ad operare – quanto per un generale criterio di opportunità istituzionale desumibile dalle profonde ragioni ordinamentali che assistono la «precisazione».
In primo luogo, non è auspicabile che i giudici di ultima di istanza si affidino a una pregiudizialità “contestuale”: simile soluzione ingenererebbe incertezza negli operatori e nelle stesse Corti destinatarie del rinvio, portate a pronunciarsi senza conoscere le reciproche posizioni. Verrebbe così pregiudicata la possibilità stessa del dialogo giurisdizionale e, dunque quel «quadro di costruttiva e leale cooperazione» (sent. n. 269 del 2017) che caratterizza i due sistemi – distinti ma altamente integrati – di garanzia dei diritti fondamentali. D’altronde, la precedenza alla pregiudiziale europea sarebbe in fondo contraddittoria rispetto alle premesse monistiche che la giustificano, poiché ometterebbe di considerare la particolare forza della pronuncia di incostituzionalità: solo quest’ultima, infatti, rimuove, con effetti erga omnes, la diposizione legislativa, garantendo al massimo grado sia la tutela dei diritti fondamentali sia la primazia del diritto sovranazionale (VIGANÒ 2019, p. 488). Peraltro, come sostenuto supra, la rimessione prioritaria della questione di legittimità costituzionale eviterebbe il ricorso ai controlimiti nel caso di divergenze interpretative sul contenuto dei principi fondamentali, immettendo i contenuti della tradizione costituzionale interna nel confronto con i giudici di Lussemburgo.
La priorità della questione di costituzionalità, ancorché non possa dirsi imposta dall’ordinamento, deve dunque essere assicurata in virtù di un criterio di preferenza funzionale, che conduce l’interprete ad optare per la soluzione che, in coerenza con i presupposti ordinamentali della sent. n. 269 del 2017, consenta di massimizzare gli effetti del principio di diritto ivi enunciato.
Sono poi tutti da esplorare i margini che residuano al giudice comune nel caso in cui la Corte costituzionale rigetti la questione di costituzionalità, non rilevando alcun contrasto con l’ordinamento sovranazionale. È un’ipotesi che fino ad adesso non si è mai avuta perché, ad oggi, la Corte costituzionale ha optato ora per l’illegittimità della norma (sentt. n. 20 e 63 del 2019), ora per una resecazione interpretativa della disposizione censurata, sterilizzandone il contrasto con il diritto UE (sent. n. 19 del 2020).
Non può escludersi, tuttavia, l’eventualità di un rigetto possa concretizzarsi nel prossimo futuro. La sentenza n. 269 del 2017 ha riconosciuto il potere al giudice comune di «disapplicare, al termine del giudizio incidentale di legittimità costituzionale, la disposizione legislativa nazionale in questione che abbia superato il vaglio di costituzionalità, ove, per altri profili, la ritengano contraria al diritto dell’Unione». Il riferimento agli ulteriori profili di contrasto che legittimerebbero, secondo la «precisazione», la paralisi di efficacia della norma interna è stato rinnegato dalle pronunce successive, ove la disapplicazione ha assunto i crismi della doverosità: è stato infatti ribadito il «dovere (…) di non applicare, nella fattispecie concreta sottoposta al loro esame, la disposizione nazionale in contrasto con i diritti sanciti dalla Carta» (ord. n. 117 del 2019). Tale rimeditazione riallinea l’orientamento della Corte costituzionale alle note pronunce della Corte di Giustizia Melki e Abdeli e A contro B e altri, le quali, pure ammettendo la precedenza della questione di costituzionalità (salvo il necessario coinvolgimento dei Giudici di Lussemburgo, anche al termine del procedimento incidentale), hanno sempre ribadito l’esigenza di consentire la disapplicazione, al termine del giudizio di costituzionalità, della norma interna contrastante con il diritto dell’Unione.
Nonostante la riaffermazione del principio, è però difficile immaginare che il giudice comune possa, magari contando sulla sponda della Corte di giustizia, disapplicare la norma interna per gli identici profili esaminati dalla Corte costituzionale, allontanandosi dal principio di diritto ivi enunciato (e, forse, ponendosi in conflitto con il giudicato costituzionale). Il giudice comune dovrebbe concepire la disapplicazione quale extrema ratio, ricorrendovi (laddove non abbia già provveduto in questo senso il Giudice delle leggi) solo a seguito del coinvolgimento della Corte di giustizia e, tentando, per quanto possibile, di evidenziare profili di contrasto diversi o quanto meno non limitati alla presunta incompatibilità con la Carta dei diritti. In fondo, come affermato dagli stessi Giudici di Lussemburgo in Melki e A e B, se il valore da tutelare attraverso la verifica di compatibilità sovranazionale è la primazia del diritto dell’Unione, gli strumenti ermeneutici per raggiungere tale obiettivo sono molteplici, e non necessariamente risiedono nelle virtualità espansive dei diritti riconosciuti nella Carta di Nizza.
*Il presente scritto è in corso di pubblicazione in C. Caruso, F. Medico, A. Morrone (a cura di), Granital revisited? L’integrazione europea attraverso il diritto giurisprudenziale, Bononia University Press, Bologna, 2020.
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[1] Corte giust., C-106/77, Simmenthal, 9 marzo 1978.
[2] Corte giust., C-105/14, Taricco, 8 settembre 2015.
[3] Corte giust., C-144/04, Mangold, 22 novembre 2005.
[4] Corte giust., C-617/10, Hans Åkerberg Fransson, 7 maggio 2013.
[5] Corte giust., C-555/07, Kücükdeveci, 19 gennaio 2010.
[6] Corte giust., C-569/16, Bauer, 6 novembre 2018.
[7] Corte giust., C-684/16, Max-Planck-Gesellschaft zur Förderung der Wissenschaften eV, 6 novembre 2018.
[8] Così espressamente, l’ord. n. 117 del 2019. Per un recente caso di rinvio pregiudiziale interpretativo, cfr. anche ord. n. 182 del 2020.
[9] Così l’ord. n. n. 117 del 2019, ove gli artt. 47-48 CDFUE, evocati a mo’ di parametro, coincidono con il diritto al silenzio «appartenente al novero dei diritti inalienabili della persona umana che caratterizzano l’identità costituzionale italiana».
[10] Emblematica l’ord. n. 117 del 2019, ove per la prima volta nella sua storia, la Corte costituzionale rimette alla Corte di giustizia questione di validità delle norme sovranazionali che sanzionano il diritto al silenzio nei procedimenti CONSOB che portano a sanzioni sostanzialmente punitive.
[11] Corte giust., C-188 e 189/10, Melki e Abdeli, 22 giugno 2010.
[12] Corte giust., C-112/13, A c. B e altri, 11 settembre 2014.
[13] PADULA 2020, pp. 605 e ss. ascrive a questo filone anche la sentenza n. 44 del 2020, che ha dichiarato illegittima, per violazione dell’art. 3 Cost., una legge veneta che prevedeva, come condizione di accesso all’edilizia residenziale pubblica, la residenza ultraquinquennale sul territorio regionale. Nonostante il rimettente avesse evocato anche la violazione dell’art. 11, par. 1, lett. f) della direttiva 2003/109/CE (che riconosce il diritto del soggiornante di lungo periodo alla parità di trattamento nelle procedure di assegnazione degli alloggi), la Corte costituzionale ha ritenuto assorbita la censura relativa al parametro sovranazionale. In assenza di una esplicita presa di posizione del Giudice delle leggi sul punto, pare però difficile inserire la pronuncia nel solco tracciato dalle sent. n. 269 del 2017 e n. 20 del 2019.
[14] Non sono perciò condivisibili le scelte compiute dal Tribunale di Milano e dalla Corte di appello di Napoli, che si sono rivolte prioritariamente alla Corte di giustizia in relazione alla disciplina, recata dal Jobs act, dei licenziamenti collettivi illegittimi (la Corte partenopea ha addirittura sollevato contestualmente promosso questione di legittimità costituzionale e rinvio pregiudiziale). Peraltro, la Corte di giustizia (C-32/20) si è detta manifestamente incompetente a conoscere della questione sottopostale, ritenendo che i diritti CDFUE richiamati nel caso di specie si ponessero al di fuori dell’ambito di applicazione del diritto dell’Unione, non avendo alcun rapporto con l’oggetto del procedimento principale. In tal senso, l’evocazione della direttiva 98/59/CE del Consiglio del 20 luglio 1998, concernente il ravvicinamento delle legislazioni degli Stati membri in materia di licenziamenti collettivi, non è stata ritenuta sufficiente a fondare una competenza dell’Unione europea in materia.
I sistemi elettorali nella storia del CSM: uno sguardo d’insieme*
di Giuseppe Santalucia
Non possiamo far prevalere l’idea che “la migliore qualità per governare sia quella di non voler governare” –come ci avverte Giuseppe Santalucia –, ma occorre che per interessi collettivi e pubblici, mai individuali, ci si riappropri degli spazi lasciati in balia del malgoverno di pochi.
E se la partecipazione in termini di appartenenza è uno scoglio insormontabile, che dalle nuove generazioni è percepito come minaccia all’indipendenza, allora ben vengano “le aggregazioni fluide” richiamate da Giuseppe Santalucia, che siano animate però dal motto del rispetto delle regole, della trasparenza delle decisioni, dell’efficienza del servizio giustizia e dell’attenzione alla questione morale. Sarà di grande aiuto ricordare che la magistratura non deve essere corporativa, autoreferenziale e ripiegata su sé stessa, bensì deve essere impegnata a ricercare soluzioni per il miglior servizio giustizia.
Giuseppe Santalucia ci spiega come la cura contro il correntismo sia nelle mani dalle nuove generazioni di magistrati.
Ed è ai giovani magistrati che questo scritto è rivolto.
Nelle varie riforme del sistema elettorale del Consiglio, che nel tempo si sono succedute, è possibile scorgere un disegno unitario? In quella successione v’è mai stato spazio, a livello di proposte, per il sorteggio?
L’esame dei sistemi elettorali del Consiglio superiore della magistratura può essere condotto distinguendo due grandi periodi.
Nel primo, che ebbe inizio con l’istituzione del Consiglio e cessò a ridosso degli anni novanta del secolo scorso, il sistema elettorale e i tentativi plurimi di modificarlo furono espressione di un disegno della magistratura, andato a buon fine, di liberarsi dai vincoli di una forte gerarchia interna, e quindi di porre in disparte la divisione per categorie che valeva sia per l’elettorato attivo che per quello passivo, premiando, in termini di sovra-rappresentanza, i magistrati di cassazione.
Questo periodo, a voler usare una formula di sintesi, fu dedicato alla conquista di spazi di democraticità interna alla magistratura.
Nel secondo, che iniziò negli anni ottanta del secolo scorso e che, senza soluzione di continuità, attraversa i giorni nostri, sistema elettorale ed elaborazione di nuovi meccanismi sono stati e sono, invece, lo strumento con cui si è cercato e si cerca di liberare il Consiglio dal peso e dalle pressioni delle correnti della magistratura associata.
Prima di dare conto, attraverso una carrellata riassuntiva del succedersi nel tempo dei vari modelli elettorali, credo sia necessario soffermarsi, anche in vista del prossimo futuro, sull’esistenza di limiti costituzionali al potere del legislatore ordinario di immaginare nuovi sistemi di scelta della componente cd. togata.
La Costituzione –è noto – non dice nulla sul tipo di sistema elettorale e altro non fa che imporre la rappresentanza per categorie.
È stato detto, nella precedente sessione dalla Prof.ssa Biondi, ma anche dalla Presidente Luccioli, che il meccanismo di scelta fondato sul sorteggio sarebbe incostituzionale.
Credo che su tale affermazione si possa e si debba convenire!
Non è però secondario che oggi, a differenza di quanto avvenne nel passato – mi riferisco ad un disegno di legge presentato nel 1971 dall’on. Almirante e, in tempi più recenti, ad una iniziativa legislativa di riforma costituzionale del Governo Berlusconi –, proprio il Governo si stia apprestando ad approvare un disegno di legge ordinaria sul sorteggio.
La premessa di questa iniziativa, di indubbio peso politico non trattandosi dell’azione di un singolo parlamentare, è che il sorteggio possa trovare cittadinanza nel nostro sistema a Costituzione invariata.
Per questa parte allora va fatto richiamo, irrobustendo in tal modo le critiche già fatte al sistema del sorteggio, ad una sentenza della Corte Costituzionale – n. 6/2011 – che indirettamente ha validato la tesi della impossibilità di introdurre il sorteggio senza una modifica della Costituzione.
Tanto è stato affermato nell’occasione in cui la Corte si è occupata – definendola con una pronuncia di inammissibilità – della questione della pari rappresentanza della componente togata e della componente laica all’interno del Consiglio di Presidenza della Corte dei Conti.
Ha così chiarito che quel che è essenziale è che ci sia una rappresentanza della magistratura togata eletta dalla magistratura togata: quindi eletta, non designata all’interno della magistratura togata, ma, appunto, scelta per mezzo di una elezione.
La rinnovata vitalità, nel dibattito pubblico, del sorteggio come sistema di elezione al Consiglio, che pone addirittura in ombra i profili di incompatibilità costituzionale, è diretta conseguenza del contesto politico e culturale che caratterizza il presente, attraversato da una profonda crisi della democrazia rappresentativa, più acuta di quella percepibile negli anni settanta del secolo scorso quando, per tornare al dato storico richiamato, al sorteggio si era sì pensato, ma imbastendo un disegno di legge costituzionale, a firma allora dell’on. Almirante.
La rinnovata proposta del sorteggio è l’indice più chiaro di questo stato di crisi della rappresentanza, di una democrazia che pretende di inverare un paradosso: quello secondo cui la scelta della classe dirigente, della élite a cui affidare l’esercizio del potere, e quindi la definizione della superiorità per competenza, rinvenga il suo fondamento nel postulato dell’assenza di qualunque superiorità.
Quando si inneggia alla democrazia diretta come soluzione della crisi, la cui portata e vastità peraltro non possono essere negate, la proposta di sorteggio rischia di aver successo già all’interno del corpo dei magistrati.
Quali erano le caratteristiche dei sistemi elettorali del primo periodo?
Fatta questa doverosa puntualizzazione, si può tornare al tema specifico della relazione: l’evoluzione storica dei sistemi elettorali, per come si sono succeduti sin dall’origine dell’organo di autogoverno.
La legge istitutiva del Consiglio si connotò per l’adozione di un sistema elettorale di tipo maggioritario, un maggioritario puro a collegi uninominali. Si costruirono collegi territoriali in cui destinati a prevalere erano i magistrati appartenenti alla Corte di cassazione.
In particolare, si definirono quattro collegi per i magistrati di appello, quattro collegi per i magistrati di tribunale e si costruì un collegio nazionale per i magistrati di cassazione, che erano numericamente di gran lunga inferiori.
In ciascun collegio territoriale si esprimeva soltanto un eletto, mentre il collegio nazionale per la legittimità consegnava ben sei componenti.
Quella legge, che fu approvata a dieci anni dall’entrata in vigore della Costituzione repubblicana, rivelava un dato particolarmente significativo, ossia la scarsa accettazione del modello costituzionale di Consiglio all’interno del ceto politico del tempo e, aspetto non secondario, nell’ambito della magistratura per così dire alta, quella di cassazione.
I magistrati della Corte di cassazione, con la loro rappresentanza, si erano anni prima battuti affinché il presidente della Corte fosse di diritto il presidente del Consiglio.
L’intento era chiaro!
Non volevano perdere il controllo sull’intera magistratura, che già esercitavano attraverso il sistema dei concorsi per la progressione in carriera.
L’Associazione nazionale dei magistrati, invece, già dal Congresso di Napoli del 1957, aveva fatto del principio costituzionale – di cui all’art. 101 – della soggezione soltanto alla legge, un vessillo e insieme lo strumento per rompere quell’assetto sclerotizzato di potere all’interno dell’Ordine.
Le resistenze politiche e culturali rispetto al modello costituzionale di Consiglio erano del resto molto forti: si pensi che, qualche anno prima dell’approvazione della legge istitutiva, furono fatti dei tentativi dal Governo di allora per promuovere una revisione costituzionale e specificamente per cambiare il volto del Consiglio sì come delineato appena qualche anno prima.
Non si accettava al tempo la soluzione impressa nella Carta di renderlo del tutto indipendente dal Ministro, soggetto politicamente responsabile dell’organizzazione giudiziaria.
Grazie anche all’impegno politico-culturale dell’Associazione dei magistrati fu infine varata, nel 1958, la legge istitutiva che, appena cinque anni dopo, fu portata all’esame della Corte costituzionale.
Nel 1963 la Corte emise una sentenza storica – n. 168 –, dichiarando l’illegittimità della norma che riconduceva il Consiglio, pur titolare del potere decisorio nelle materie di sua competenza, alle dipendenze del Ministro per mezzo dell’attribuzione esclusiva a quest’ultimo dell’iniziativa procedimentale necessaria a che il Consiglio potesse deliberare.
Quella stessa sentenza, però, affermò pure che il principio della categorizzazione dei magistrati era conforme a Costituzione e che, quindi, l’elettorato passivo doveva essere delineato in modo tale da assicurare la rappresentanza per categorie; aggiunse, poi, che il legislatore era libero di organizzare sulla base delle ripartizioni per categorie anche l’elettorato attivo.
Non mancò infine di precisare che la maggiore presenza dei magistrati di cassazione all’interno del Consiglio ben si giustificava, perché il legislatore non era vincolato a porre esclusiva attenzione al dato numerico di rappresentanza, e quindi a un equilibrato dosaggio per proporzione nel definire le quote, ben potendo valorizzare, in riguardo ai magistrati di cassazione, il maggior prestigio e la maggiore competenza ed esperienza, espresse a quel tempo per mezzo del reclutamento ai gradi superiori tramite il sistema dei concorsi per esami.
Ciò nonostante, la vitalità dell’associazionismo e la sua forza di elaborazione culturale portarono di lì a qualche anno a un primo indebolimento della struttura portante di quel sistema elettorale.
La spinta politica della magistratura associata consentì – nonostante la Corte Costituzionale avesse validato la ripartizione per categorie con preminenza dei magistrati di legittimità – di incrinare la rigidità di quel principio, e nel 1967 fu approvata una legge – l. n. 1198 – che introdusse un nuovo meccanismo elettorale, abbastanza complesso, a dire il vero.
Si trattava di un sistema a doppio turno, che ebbe vita breve ma che oggi riacquista interesse, atteso che la commissione ministeriale, presieduta dal presidente Luigi Scotti e nominata, nella scorsa Legislatura, dal Ministro della Giustizia Andrea Orlando ha riproposto, con la relazione conclusiva dei lavori, un sistema elettorale a doppio turno.
In quel sistema erano conservati i collegi territoriali, della precedente legge, per l’elezione dei magistrati di merito e il collegio nazionale per l’elezione dei componenti di legittimità. Nella prima fase si procedeva alla designazione per la candidatura: si svolgeva una prima fase deputata alla selezione dei candidati. Otto collegi territoriali, quattro per i magistrati di tribunale e quattro per i magistrati di appello, nominavano ciascuno due candidati; il collegio unico della cassazione esprimeva ben dodici candidati, di cui quattro con ufficio direttivo.
Nella fase di designazione il magistrato elettore appartenente alle categorie del merito poteva indicare non più di due candidati della propria categoria tra i magistrati in servizio in uffici compresi nel collegio territoriale di appartenenza; il magistrato di cassazione poteva invece esprimere non più di dodici preferenze, di cui quattro relative a magistrati con ufficio direttivo.
I designati andavano a comporre un’unica lista nazionale, e a quel punto, nelle vere elezioni – e quindi non nella designazione – ciascun magistrato poteva votare a prescindere dalla categoria di appartenenza, esprimendo preferenze sia per il magistrato della propria categoria che per i magistrati delle altre.
Quindi, qualunque magistrato votava nel “listone” nazionale sia per il magistrato della propria categoria, che per gli altri magistrati, con in più la possibilità di esprimere voto per magistrati non inclusi tra i designati.
Un indebolimento, così, del principio della categorizzazione, che era il frutto delle battaglie dell’associazionismo ma una riconferma del principio maggioritario. Erano infatti eletti i candidati che ottenevano il maggior numero di voti nella categoria di appartenenza, ferma la regola che dovessero essere proclamati otto eletti, quattro magistrati di cassazione, tre di appello e tre di tribunale compresi nella lista nazionale.
Con questa legge furono formati due Consigli: il primo che, nonostante la struttura maggioritaria del sistema, non vide una presenza massiccia dei rappresentati della corrente moderata allora preponderante, Magistratura indipendente. Questa però riuscì a organizzarsi molto bene per la seconda tornata elettorale e si aggiudicò tredici sui quattordici seggi da assegnare – allora erano ventuno i componenti del Consiglio, esclusi i capi di Corte e, ovviamente, il Presidente della Repubblica –.
Come e quando si giunse ad un sistema elettorale di tipo proporzionale?
Anche in ragione di questo risultato che, per quanto rispondente al principio maggioritario, apparve come una stortura, si arrivò ad una nuova riforma del sistema elettorale.
Ovviamente il contesto politico era assolutamente favorevole a una riforma che desse spazio alla rappresentanza del pluralismo interno all’Associazione nazionale dei magistrati. Il principio della rappresentanza democratica non solo era coltivato dall’associazionismo giudiziario ma trovava autorevolissimi sostenitori anche nel mondo politico.
Con la legge del 1975 – l. n. 695 – il sistema elettorale fu strutturato in senso proporzionale.
Si passò così da un sistema a forte impronta maggioritaria ad altro opposto, su collegio nazionale per liste concorrenti e con scrutinio di lista, con l’unico sbarramento del 6% di rappresentanza nazionale della lista.
Fu contestualmente aumentato, da ventuno a trenta, il numero dei componenti del Consiglio, con un aumento, ovviamente, anche della componente laica. Ciò permise al Partito comunista di allora di avere una maggiore rappresentanza in Consiglio.
Furono gli anni che qualcuno ha definito “gli anni della convenzione costituzionale”, in cui era noto che quattro seggi erano di spettanza della Democrazia cristiana, tre del Partito comunista, due del Partito socialista, uno, a turno, dei partiti di minoranza dell’arco costituzionale, con una piena corrispondenza tra la rappresentanza all’interno della magistratura e la rappresentanza politica.
Le Forze politiche, del resto, erano complessivamente favorevoli all’idea che il Consiglio superiore rappresentasse al suo interno la pluralità delle posizioni e delle sensibilità culturali presenti nella magistratura e, in generale, nel Paese: l’on. Bosso, che aveva presieduto il Consiglio del 1972 e il sottosegretario alla Giustizia, prof. Dell’Andro, negli interventi fatti alla Camera durante i lavori per il varo della nuova legge, affermarono che la fisiologica pluralità, da rappresentare in Consiglio e non conculcare, avrebbe poi dovuto trovare una unità di intenti nell’azione concreta.
In tal modo la legge del 1975 segnò il passaggio da una rappresentanza per categorie, interne all’Ordine, ad una rappresentanza più ampia, di tipo politico-ideologico.
L’assetto si mantenne senza particolari problemi fino agli anni ottanta, segnati dalla promozione, ad opera del Partito socialista e dei Radicali, dei referendum sulla giustizia e da una forte contestazione del ruolo politico del Consiglio. Furono gli anni dell’aspra denuncia della cd. politicizzazione del Consiglio – il motto era “bisogna spoliticizzare il Consiglio” –. L’accresciuta rappresentanza del Consiglio aveva creato non pochi dissensi.
È poi appena il caso di ricordare che nel 1981 – l. n. 1 – si portò un ulteriore colpo alla divisione per categorie, prevedendo che fosse possibile presentare liste non comprendenti tutte le categorie. Si stabilì poi che i componenti da eleggere dovessero essere scelti quattro fra i magistrati di cassazione, di cui due idonei alle funzioni direttive superiori; due fra i magistrati di appello, quattro fra i magistrati di tribunale con almeno tre anni di anzianità dalla nomina e dieci indipendentemente dalla categoria di appartenenza.
Con legge successiva – l. n. 655 del 1985 – fu nuovamente modificata la proporzione dei componenti appartenenti alle diverse categorie e si stabilì che due dovessero essere magistrati di cassazione, con effettivo esercizio delle funzioni di legittimità, otto magistrati con funzioni di merito e dieci scelti indipendentemente dalla categoria, e ciò per adeguare il sistema alla pronuncia di illegittimità costituzionale – sentenza n. 87 del 1982 – secondo cui l’art. 104 cost. non consentiva che non si tenesse conto delle diverse categorie, in particolare di quella dei magistrati di cassazione, espressamente menzionata nella Carta.
Oggi la professoressa Biondi ha affermato che il Consiglio non è organo di rappresentanza della magistratura, e ciò non è contestabile; va però ricordato che la Corte Costituzionale con una sentenza pronunciata nel 1973 – sent. n. 142: si trattava della questione dell’autorizzazione a procedere per un episodio di vilipendio dell’Ordine giudiziario – affermò la legittimità della previsione che l’autorizzazione spettasse al Ministro, perché il Consiglio Superiore non era (non è) organo di rappresentanza. Riconobbe però, e questo non va trascurato, una rappresentanza parziale, dunque non la rappresentanza dell’Ordine, anche perché il Consiglio è a composizione mista ed è presieduto dal Presidente della Repubblica; ma la rappresentanza della componente togata, che pertanto deve essere rappresentativa dell’elettorato.
La rappresentatività sta a significare che deve ricorrere un nesso di corrispondenza tra l’elettorato e gli eletti, che si misura anche sul piano della responsabilità, tema oggi evocato da Eugenio Albamonte.
Un sistema è rappresentativo se assicura, oltre che la corrispondenza con il corpo elettorale, la possibilità di controllo di quanti dovranno esercitare il potere, proprio sul modo con cui lo eserciteranno.
È questa la ragione per la quale, data la natura necessariamente elettorale della scelta di buona parte dei componenti del Consiglio, la mediazione delle correnti è stata essenziale.
L’associazionismo era riuscito a far smantellare la gerarchia interna, il sistema dei concorsi, ottenendo le promozioni a ruolo aperto e una disciplina ordinamentale improntata al principio della parità di tutti i magistrati, distinti soltanto per funzioni.
Il Consiglio, attraverso questa profonda revisione dell’ordinamento giudiziario, acquistò progressivamente centralità, e il forte ruolo assunto nel governo della magistratura e di ampi settori del servizio giudiziario non poteva essere correttamente dispiegato senza una relazione di responsabilità, che fu per lungo tempo rinvenuta entro lo schema della rappresentanza.
Al tempo – negli anni settanta – uno studioso di diritto costituzionale ebbe a notare che la rappresentanza della componente togata consentiva un meccanismo di responsabilizzazione attraverso le assemblee che le organizzazioni delle correnti riuscivano a mettere su per discutere e valutare l’operato delle loro rappresentanze in Consiglio. Un fenomeno simile non è mai accaduto per la rappresentanza laica, che mantiene i rapporti con il mondo politico – e ne ha dato oggi conferma il prof. Spangher – ma senza che ciòc avvenga con quella trasparenza, quella chiarezza e, se si vuole, con quella istituzionalizzazione che il sistema elettorale proporzionale con scrutinio di lista ha assicurato.
Quali sono state le ragioni del cambiamento di sistema?
Con la legge del 1990 – n. 74 – si provò a riformare fortemente il sistema. La legge intervenne ad elezioni già indette, addirittura Magistratura democratica aveva già presentato la propria lista. Il fine era di scardinare il sistema correntizio, tornando anzitutto ai collegi territoriali e disegnandoli di modeste dimensioni. Il disegno di legge proponeva ben nove collegi, seppure senza la riproposizione del riparto dell’elettorato nelle categorie di qualifica o funzionali.
La legge del 1990 si proponeva il fine di avvicinare gli elettori agli eletti e di scompaginare così la forza delle correnti, di comprimerne il ruolo di soggetti della mediazione per la rappresentanza elettorale soprattutto; ed anche quello di impedire a movimenti del mondo associativo appena formatisi – il riferimento è al Movimento per la giustizia e a Proposta ’88 – di conquistare spazi nella competizione elettorale.
Si elevò così lo sbarramento dei voti di lista dal 6 al 9%. Fu una scelta difficilmente spiegabile guardando soltanto al ruolo e alle funzioni del Consiglio, che è stato pensato come organo di garanzia e non di governo. La soglia del 6% si giustificava col fatto che, per quanto organo di garanzia, il Consiglio avrebbe dovuto giovarsi di più rapide e semplificate procedure decisionali; la soglia del 9% era con ogni probabilità troppo elevata e in stridente contrasto con la natura e le funzioni del Consiglio.
Il collegio elettorale nazionale fu abbandonato. Si previdero quattro collegi territoriali che, a regime, si dovevano formare per sorteggio dei distretti da assemblare: due con una percentuale di elettori tra il venti e il ventiquattro, che assegnavano quattro seggi ciascuno; e altri due con una percentuale di elettori del ventisei, che assegnavano ciascuno cinque seggi.
La prima tornata elettorale successiva all’entrata in vigore della legge non ebbe il risultato sperato da chi quella legge aveva voluto. I rappresentanti della corrente che avrebbe dovuto essere ostacolata e più in difficoltà col nuovo sistema riuscirono ad aggiudicarsi molti più seggi di quanti in proporzione furono assegnati alla corrente di Magistratura indipendente.
L’eterogenesi dei fini non fu per il vero conseguenza delle previsioni del sistema elettorale, quanto di un’interpretazione sul recupero dei resti che trovò la forza di affermarsi. Il recupero era stato previsto che avvenisse in sede distrettuale e non nazionale, regola che ancor più comprimeva il criterio proporzionale di ripartizione dei seggi; si decise, però, di far partecipare al riparto dei resti anche senza l’ottenimento di un quoziente intero nel distretto.
Ove fosse prevalsa la tesi opposta, ossia della necessità di un quoziente intero come legittimazione alle operazioni di riparto, probabilmente le conseguenze sarebbero state diverse, come allora fu affermato dall’on. O. Fumagalli Carulli.
Quale è il bilancio che può trarsi?
Dall’esame dell’evoluzione dei sistemi elettorali emerge come si siano confrontate e scontrate due opposte visioni del Consiglio.
Per una, il Consiglio è e dovrebbe essere, per usare una formula suggestiva per quanto imprecisa, soltanto organo di alta amministrazione, chiamato a provvedere nell’ambito ristretto delle competenze assegnate dalla Costituzione. Su questa premessa si è sempre negata l’esigenza di assicurare una capacità di rappresentanza del corpo elettorale.
Per l’altra, invece, il Consiglio è organo di rilevanza costituzionale che, seppure l’espressione possa apparire eccessiva, attua con la sua azione un indirizzo politico nel settore dell’amministrazione della giustizia, nella misura in cui opera scelte che ricadono, come ha scritto il prof. Silvestri, sulla qualità del servizio giustizia, in modo che indipendenza e autonomia non siano vissute come prerogative della corporazione ma come le pre-condizioni della democraticità dell’azione della magistratura. Di qui l’impossibilità di relegarlo nel recinto dei compiti puntualmente espressi dall’art. 105 Cost.
In questa contrapposizione si spiegano poi i tentativi, fatti negli anni con proposte di legge costituzionale – il riferimento è a un disegno di legge approvato tempo addietro dal Governo Berlusconi –, di vietare al Consiglio lo svolgimento di compiti non menzionati in Costituzionale, in particolare, l’adozione di risoluzioni a conclusione delle cd. pratiche a tutela.
Progetto questo che propugnava, in buona sostanza, una rappresentanza con forte compressione della rappresentatività e quindi della responsabilità di tipo politico degli eletti.
Dopo il 1990 proseguirono, con forza sempre maggiore, i propositi di spazzare via le correnti dalla vita del Consiglio. Con la legge del 2002, tuttora vigente, è stato riproposto il collegio nazionale, ma con candidature singole, con la previsione di un numero modesto di presentatori della candidatura all’interno di un sistema maggioritario estremo, per il quale vince colui che ottiene più voti.
Si è voluto sopprimere il modello di rappresentanza mediata attraverso le correnti.
Già durante i lavori parlamentari della legge del 2002 si denunciò che si sarebbe sostituito un sistema trasparente di rapporto tra il gruppo e l’eletto con un sistema occulto; che si sarebbe sostituito all’influenza delle correnti quella dei gruppi di potere, delle cordate.
Ciò che poi si è puntualmente avverato.
La profonda crisi della politica nella sua più ampia accezione è stato fertile terreno per le ultime riforme.
L’attuale sistema elettorale ha sfiancato le correnti per come sono state conosciute nel primo periodo, nel pieno dell’ascesa democratica, segnato dall’attuazione dei principi costituzionali; quando agirono come motore politico-culturale dell’innovazione e dell’inveramento dei principi costituzionali. Ma non è riuscito a contenere la forza elettorale dei gruppi di potere ed anzi li ha agevolati, proprio contribuendo a scemare – in un quadro più generale, non è solo la legge elettorale – l’identità delle correnti come gruppo politico, culturale, di elaborazione di programmi che concorrono poi, attraverso il Consiglio, a definire quell’indirizzo politico della giustizia, a cui ho fatto cenno, e a far prevalere l’aspetto che oggi è da tutti criticato, quello della gestione del potere.
Lungo questo percorso, ancora non concluso, il sorteggio può avere maggior fortuna già nel dibattito interno alla magistratura. I magistrati, infatti, hanno sperimentato, dal 2002 ad oggi, il depauperamento politico-culturale delle correnti e hanno assistito all’affermazione delle correnti come gruppi di gestione del potere, che esercitano avendo comunque saputo mettere a punto i meccanismi di governo del consenso elettorale pure in un sistema maggioritario a candidature singole.
Nei tempi che viviamo è vincente l’idea che la migliore qualità per governare sia quella di non voler governare, e che si possa rinunciare al principio di competenza, se il principio di competenza comporta l’accettazione di clientele, di cordate, della prevalenza – come dire – degli interessi personali, come ha prima stigmatizzato il prof. Spangher.
Non va dimenticato che viviamo nel periodo in cui nel sentire politico diffuso è popolare il motto della non appartenenza in nome di aggregazioni puntuali, a rete, fluide, in cui i partiti e i gruppi strutturati vengono vissuti come uno strumento di oppressione della libertà.
E cosa è più odioso, per un magistrato, che sentirsi oppresso da una struttura, da un aggregato stabile?
Credo allora che il pericolo di proposte incentrate sul sorteggio non sia solo un dato esterno, come fu al tempo della proposta dell’on. Almirante, perché ormai è un epilogo possibile all’orizzonte a cui progressivamente anche i magistrati si stiano abituando.
* Tratto dal volume Migliorare il CSM nella cornice costituzionale editore CEDAM, collana: Dialoghi di giustizia insiemehttps://www.lafeltrinelli.it/libri/migliorare-csm-nella-cornice-costituzionale/9788813375331?awaid=9507&gclid=CjwKCAjwlID8BRAFEiwAnUoK1bjoo2A6KrpvpTBT-yU5i2WUpXqo7o-R7jlbyFc_rkbudWc8cpmcfBoCmy0QAvD_BwE&awc=9507_1602232055_06e1f697dd85945fae256cfe65201e17
La proroga delle disposizioni emergenziali in materia di giustizia (d.l. 7 ottobre 2020, n. 125). Una scheda.
di Franco Caroleo
Con il d.l. n. 125/2020 viene stabilita la proroga al 31 dicembre 2020 delle disposizioni emergenziali in materia di processo civile e penale.
La formula del testo legislativo non è di certo accattivante (si contano almeno tre rimandi normativi, passando perfino per un allegato ad un decreto-legge) e il nuovo termine fissato (di base, l’aggiunta di soli due mesi al termine precedente) conferma l’andamento a singhiozzo a cui ci sta abituando la legislazione processuale in questi tempi di pandemia
Quella che segue è una breve scheda sugli aspetti essenziali del nuovo decreto-legge.
Titolo
DECRETO-LEGGE 7 ottobre 2020, n. 125 “Misure urgenti connesse con la proroga della dichiarazione dello stato di emergenza epidemiologica da COVID-19 e per la continuità operativa del sistema di allerta COVID, nonché per l’attuazione della direttiva (UE) 2020/739 del 3 giugno 2020”. (20G00144) (GU Serie Generale n.248 del 07-10-2020)
Le norme riguardanti il settore giustizia
- Art. 1., co. 3, lett. a);
- Art. 1., co. 3, lett. b), n. 7.
Il contenuto
L’art. 1., co. 3, lett. a) del d.l. n. 125/2020 modifica il d.l. n. 83/2020 prevedendo che: “all’articolo 1, comma 3, le parole: «15 ottobre 2020» sono sostituite dalle seguenti: «31 dicembre 2020»”.
L’art. 1., co. 3, lett. b), n. 7, d.l. n. 125/2020 inserisce all’allegato 1 del d.l. n. 83/2020 dopo il numero 33 il seguente: «33-bis Articolo 221, comma 2, del decreto-legge 19 maggio 2020, n. 34, convertito, con modificazioni, dalla legge 17 luglio 2020, n. 77».
Gli effetti normativi
Il novellato art. 1, co. 3, d.l. n. 83/2020 recita ora quindi: “I termini previsti dalle disposizioni legislative di cui all’allegato 1 sono prorogati al «31 dicembre 2020», ((salvo quanto previsto ai numeri 3 e 32 dell'allegato medesimo)), e le relative disposizioni vengono attuate nei limiti delle risorse disponibili autorizzate a legislazione vigente”.
Alla luce della proroga così stabilita e per effetto dell’introduzione all’allegato 1 d.l. n. 83/2020 del nuovo numero 33-bis, l’art. 221, co. 2, d.l. n. 34/2020 recita ora quindi:
“2. Tenuto conto delle esigenze sanitarie derivanti dalla diffusione del COVID-19, fino al «31 dicembre 2020» si applicano le disposizioni di cui ai commi da 3 a 10”.
Le ricadute processuali
L’operatività delle disposizioni contenute nei commi da 3 a 10 dell’art. 221 d.l. n. 34/2020 è prorogata fino al 31 dicembre 2020. Sicché, fino a tale data deve ritenersi vigente:
- l’obbligo del deposito telematico di atti e documenti nei processi civili davanti a tribunali e corti di appello (co. 3);
- il potere del giudice di disporre la celebrazione delle udienze civili che non richiedono la presenza di soggetti diversi dai difensori delle parti nella modalità a trattazione scritta (co. 4);
- il potere del giudice di disporre la celebrazione delle udienze civili che non richiedono la presenza di soggetti diversi dai difensori, dalle parti e dagli ausiliari del giudice nella modalità mediante collegamenti audiovisivi a distanza (co. 7);
- la possibilità di partecipazione alle udienze civili di una o più parti o di uno o più difensori, su istanza dell’interessato, mediante collegamenti audiovisivi a distanza (co. 6);
- il potere del giudice di disporre, in luogo dell’udienza fissata per il giuramento del consulente tecnico d’ufficio ex art. 193 c.p.c., il deposito del giuramento telematico da parte dell’ausiliare (co. 8);
- il deposito telematico degli atti e dei documenti nei procedimenti civili innanzi alla Corte di Cassazione (co. 5);
- la partecipazione a qualsiasi udienza penale degli imputati in stato di custodia cautelare in carcere o detenuti per altra causa e dei condannati, con il consenso delle parti e, ove possibile, mediante collegamenti audiovisivi a distanza (co. 9);
- la possibilità di svolgere a distanza i colloqui con i congiunti o con altre persone cui hanno diritto i condannati, gli internati e gli imputati negli istituti penitenziari e negli istituti penali per minorenni (co. 10).
L’estensibilità temporale delle disposizioni emergenziali
La previsione della proroga in commento sembrerebbe smentire la tesi di quanti hanno sostenuto che il termine finale (oggi il 31 dicembre 2020, prima il 31 ottobre 2020) sia solo il termine entro il quale il giudice possa fissare le udienze nelle modalità alternative previste dalla normativa emergenziale e non anche il termine entro il quale possano celebrarsi le udienze in tali modalità alternative.
Infatti, ragionando secondo questo orientamento più estensivo, non ci sarebbe dovuta essere la necessità di una proroga del termine in questione.
Al contrario, con il d.l. n. 125/2020, seppure con rinvii e passaggi intricati, il legislatore ha espressamente allargato lo spazio temporale del processo dell’emergenza, lasciando così intendere che questo spazio trova il proprio limite nel termine prorogato.
Seguendo questa linea, dovrebbe ritenersi che potrà essere previsto lo svolgimento di udienze a trattazione scritta o con collegamenti a distanza solo fino al 31 dicembre 2020. Salvo ulteriori proroghe.
Una proposta (non una proroga)
Gli operatori della giustizia, come tutti, vivono una situazione emergenziale senza precedenti ed ogni valutazione prognostica si rivela, ad oggi, estremamente difficile.
Una prima versione dell’art. 221 d.l. n. 34/2020 prevedeva il mantenimento delle innovazioni processuali utilizzate durante le prime fasi dell’emergenza in via “sperimentale” sino al dicembre 2021. Non prescriveva l’obbligo di celebrazione delle udienze a trattazione scritta o con collegamenti da remoto, ma lasciava questa possibilità al giudice, garantendo un’interlocuzione sul punto con le parti.
L’idea è stata poi sepolta nel cimitero delle proposte emendative.
Era una buona idea. Siamo ancora in tempo per riprenderla (e perfezionarla).
Non di sole proroghe vive l’uomo di legge.
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